Frankenhausen, 1525
Hay una ronda de ácaros en mi garganta
esperando el fuego
Su ritual de paso es la hoguera;
otros prefieren las decapitaciones o los
empalamientos. Cualquier cosa que tranquilice
la bilis de los señores agitada,
indignación por la revuelta
absurda de sus pobres
Hay una ronda de ácaros en mi garganta
Silos donde el grano se comienza a corromper y las azadas
vuelven al lugar oscuro desde el que vinieron a estos campos.
El zelota piensa en la muerte y sus repercusiones inmediatas
Acaso moriré hoy —piensa el zelota
en medio de la renuncia que el fogonazo
podría convertir en heroismo.
Se toma el estómago. El dolor en el
costado casi lo dobla sobre sí.
Podría morir hoy —repite como un mantra.
El cansancio no le nubla el pensamiento.
Se ve el zelota, sin embargo, ejecutando
danza de lobos en el Friuli
cuidando las cosechas de unos campos que aún ignora
coloreados como cuadros de Van Gogh por el estío, y no percibe
ningún cuerpo dando un golpe seco
contra el suelo y la arena
roja.
Morir —piensa el zelota muy adentro de su
propio silencio— no es lo que quiero para mí en este día
jalonado por el viento en Galilea.
Julius y Ethel Rosenberg duermen sobre pálidas banderas
El cuello subido de ese abrigo que le
queda grande a todas luces
no impide que se cuele el viento frío que debiera
estar corriendo junto al Hudson ese día en vez
de escurrirse cuello abajo, desde la nuca
hasta la altura del riñón derecho. Julius
quisiera que esto solo fuera
otro malentendido, un embrollo más de
judíos perseguidos
por el sino kafkiano de la diáspora —los
lentes sin enderezar sobre el puente
de la nariz tienden a profundizar la
sensación de desamparo que transmiten las
fotografías de los diarios, mientras
unas manos demasiado
pequeñas para ese, su cuerpo de paso
desaparecen absorbidas por las mangas del
abrigo—. Julius espera aún cierta respuesta
lógica de parte del sistema y sus peregrinos
engranajes, aunque él y su bigote asisten
hace meses a la farsa de los tribunales y el
silencio de sus propios compañeros. Ethel,
por su parte, enfrenta con los ojos sumergidos en
silencio esta pública penitencia —su boca
pequeña de botón fruncida en un mohín
captado por la prensa amarillista, reja de
por medio entre su propia condena y la de
Julius, siempre más cercano a la corrección del
niño que no entiende su castigo, una cierta forma de
reproche que se basa en la inocencia sorprendida
por la dura mano adulta que le cae encima.
Ethel quieta saca con un leve movimiento el cielo
que amenaza con caer rompiendo el
límpido binomio de sus ojos; Tesla no creemos haya
nunca imaginado a la corriente alterna
expresarse con espasmos en el cuerpo de una
joven comunista en Nueva York, menos
aún la resistencia que la pequeña humanidad
ofreció al ingenio tecnológico con que La
Muerte se buscó lucir esa mañana.
—fueron tres las
descargas necesarias
para acallar el silencio
eléctrico de Ethel. A Julius
lo han freído unos minutos antes y el
penetrante aroma del amoniaco que
se cuela en cada espacio de la sala busca
atenuar el olor acre de las
heces y la orina que
escurrieron desde el cuerpo
tras la descarga y el temblor—
Ahora Julius va perdido sobre su mirada y Ethel
recoge el dobladillo del vestido verde que se ha puesto,
cubriendo el cuerpo humeante tras la ejecución. Sonríen
sobre el cielo del país que acorraló sus cuerpos y la
noche neoyorquina va esparciendo por el Bronx
cenizas de libros quemados echadas al viento.
Ulrike mira con los ojos entornados al zelota
Atrás queda el Deutsche Herbst con su
ruido de hojarasca a punto de descomponerse y los
MP5 traqueteando por las calles alemanas.
Ulrike mira con los ojos entornados al zelota, y este
se pregunta en su delirio de centurias si la fiebre
lo ha llevado demasiado lejos esta vez. Las
puertas de la cárcel de Stammheim los separan del
tráfago de ruido y acerrín sobre los vómitos y el tiempo.
Es todo una película que corre en blanco y negro
Mareado con las voces que lo sitian en germánico el
zelota ya no entiende las complejas filiaciones que lo
unen para siempre con la Baader-Meinhof y su suerte.
Entiende, sí,
de la sangre el mecanismo que la
multiplica por las calles
en Berlín en Galilea, o a la
vuelta de una esquina en los ‘70
en Santiago o Buenos Aires.
El zelota sabe de esa fuerza
que ha perdido toda dimensión:
es el salto y el terror al salto, el juicio
sobre el salto motivado por el miedo a darlo y la
inmovilidad de la cabeza que después
asiste al vuelo por los aires de fragmentos
craneanos y un montón de camas sin hacer
voluntades disparadas al espacio en un
revoltijo de neuronas y clichés teóricos chocando
contras las paredes de la pieza azul del hospital.
Reflexión sobre el perro muerto en cada uno
Escueto el ejercicio de la vida y sus
manecillas. Hay un perro muerto en
cada uno, pero ahora solo puedo
pensar en el que estaba hasta hace un rato
boqueando apenas bajo un árbol de la Villa,
la Villa Galilea, a pasos de los
estacionamientos vacíos y los juegos
infantiles, al costado de la multicancha donde
juegan los volados con sus perros
muertos en la espalda y trotan las
familias con sus perros muertos escondidos
bajo el buzo y corren
nuestros hijos con sus perros
pequeños pero muertos de igual forma
entre sus baldes y pelotas
de polietileno azul.
Cabaret Voltaire
El compañero Presidente mira las adoquinadas
calles de Zurich desde la ventanita izquierda del
Cabaret Voltaire, como a la espera de que Lenin
pase por la vereda del frente, tome asiento y continúe
la partida de ajedrez dejada abierta ayer nada más
por petición de Hugo Ball, que fue corriendo a apagar la
cafetera prendida al interior del local. El compañero
Presidente parece ido, transportado sobre la mirada
que echa así como al descuido sobre el exterior manchado
por la nieve y los charcos de barro que los primeros autos
van dejando entre los adoquines. Allende —el compañero
Presidente, sí, el mismísimo— quizás pregunta al silencio
invernal de Zurich si su propia vida no fue acaso una intervención urbana, un
montaje dadaísta sito en La Moneda, con inesperados
vórtices caníbales arrastrando campesinos obreros y estudiantes —¡Adelante!
en la algarabía decontruccionista de la performance ejecutada con
delicioso gusto y fatales consecuencias. En este punto es quizás posible
que el compañero Presidente visualice el rol
duchampiano que cumplieron los exégetas
de la profecía autocumplida del fascismo y la revolución —por un lado
enunciando la inevitabilidad histórica de su propio aniquilamiento y haciendo
de este modo posible su concreción; por otro,
connotando y designando los procesos solo
nominalmente y esperando con esto cristalizar
—demiurgos del materialismo histórico encerrados
en su propio Gran Vidrio— el proceso en sí,
haciendo de la política gesto y ya no
acción. Es posible también que el compañero
Presidente —Allende o “Chicho” para la izquierda
confianzuda— simplemente deje que se vaya el tiempo
entre las cucharadas de azúcar cayendo en su taza, o que prefiera revisar el bolso
de mano que cuelga de la silla en busca de cigarros —un vicio que
lo acompaña desde poco antes de esta forma extraña de vivir la propia muerte,
pero que le complace en lo más íntimo de su dicotomía de doctor y revolucionario
que mira el devenir de un mundo. No el suyo, necesariamente; sólo un mundo
cualquiera, que va pasando ante sus ojos de mártir sin pasta para serlo, que se
desarrolla de manera previa a su muerte digna de luchador social y compañero, que no
adivina todavía su futuro de estampita religiosa, su perfil serigráfico en alto contraste
/adornando todas
y cada una de las marchas a los cementerios de su patria —procesiones en
sentido inverso al recorrido del poder: de los nichos empotrados en los
muros de la necrópolis no se marcha hacia las Alamedas, sino desde estas a las tumbas,
devenidas en hogar natural de las ideas del compañero Presidente, que insistimos,
puede estar tan solo echando un ojo —casi de jubilado, podríamos decir—
sobre la pelusa de nieve que comienza
a caer en torno al Cabaret Voltaire.
Camilo N. Brodsky B. (Santiago de Chile, 1974) Licenciado en Estética e Historia del Arte por la Universidad Católica de Chile, con estudios en Literatura y Lingüística Hipánicas en la misma universidad y de Magíster en Historia y Ciencias Sociales en la Universidad Arcis.
Ha colaborado con diversos medios escritos, como el diario La Nación y las revistas Patrimonio Cultural y Mapocho. Sus textos han aparecido en publicaciones impresas y electrónicas tanto en Chile como en el extranjero, aunque ninguno ha tenido mayor repercusión, para ser sinceros. Trabajó como investigador y redactor de las secciones de literatura, filosofía, artes e historia del sitio www.memoriachilena.cl, dependiente de la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos (DIBAM).
Fue redactor, subdirector y director de revista Surda, además de ser editor del suplemento cultural de dicha publicación, Párrafo Izquierdo. En 2005 obtuvo la Beca de Creación Literaria del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, y en 2006 Editorial Cuarto Propio publica su libro Las puntas de las cosas, siendo actualmente director de la colección de poesía de dicha editorial chilena.
Felicitaciones al poeta Camilo Brodsky, su poesía honda, introspectiva al máximo y de mucho intertexto, es sin duda notable y debe ser más difundida.
ResponderEliminar