autor: Andres Olave
Un
buen libro nos dice mucho sobre una historia, un mal libro nos dice
mucho sobre su autor, dice la cita literaria y esto se cumple a
cabalidad en El Fumador de Marcelo Lillo, donde lo poco o nada de
historia que se relata queda rápidamente opacado por la personalidad
energúmena y sociopatica del propio Lillo, cuyo ideario mental podría
resumirse de esta forma:
- vivo en un pueblo chico donde todos ven televisión y son infinitamente estúpidos.
- soy el único de este pueblo chico que lee libros y eso me convierte en un ser increíblemente inteligente.
- Lo más probable es que me muera de cáncer cuando sea un autor rico y famoso y mi nombre viva para siempre en el olimpo de las letras latinoamericanas o acaso, mundiales.
Una
maravilla de ser humano, ¿no? Pero así están las cosas. Lillo está tan
obsesionado con esos tres puntos, (sus axiomas de vida podríamos
llamarlos) que los saca a colación una y otra vez en sus cuentos.
Obsesionado primero con despreciar antes que comprender a sus semejantes
(primer error), con inferir que solo él ha leído a Raymond Carver y sus
plagios descarados pasan, por lo mismo, desapercibidos (segundo error) y
creer que un autor de su talla, mediocre, irregular y que cae en la más
burda de las tentaciones del arte: la de creerse un genio (tercer
error) puede alguna vez alcanzar la tan ansiada Gloria Literaria.
Veamos estos errores con más detalle.
a)
Los personajes de Marcelo Lillo empiezan y terminan con él mismo. Sin
ningún interés por mirar al otro, por descubrir el misterio que se
oculta en cada ser humano, Lillo está totalmente imposibilitado de
desarrollar personajes que no sean la sombra de su propia persona, esto
es: hombres cuarentones, desencantados, egoístas, sin conexión
emocional, vacíos, cuyo único norte una fama y gloria tan lejana que no
es más que un espejismo al que se aferra un hombre perdido en el
desierto.
b) Lillo lee autores norteamericanos con fervor y eso se nota de forma grotesca. Hay un cuento de Raymond Carver, El elefante,
escrito en 1988 cuando Carver sabía que tenía cáncer y era un autor
famoso, un cuento sobre el arrepentimiento y el remordimiento por el
dolor inflingido ha quienes ha dejado de lado por su carrera y que se
manifiesta en una controvertida visita a su ex esposa. Pues bien, Lillo
escribe un texto titulado El Último cuento, sobre un
escritor famoso, con cáncer, que siente arrepentimiento y remordimiento
por el dolor inflingido a quienes ha dejado de lado por su carrera y que
se manifiestan en una controvertida visita a su ex esposa (¡!) Un
cuento con el mismo tema, tono, ritmo, estructura, etc. La única
diferencia es que Carver lo escribió primero y si era un autor famoso y
con cáncer cuando lo hizo. Lillo se limita a plagiarlo mientras,
patéticamente, parece soñar con la gloria y la enfermedad.
De
hecho hay muchas más coincidencias disponibles para el estupor y el
escándalo y sospecho que no habría problema en encontrar a algún tesista
de literatura norteamericana con suficiente estomago y paciencia para
que fácilmente redacte una tesis titulada: Apoteosis del robo
literario: tratado completo de frases e ideas plagiados de los textos de
Richard Ford y Raymond Carver en las obra de Marcelo Lillo.
c) el
tema de la muerte. Como toda persona egoísta, Lillo cree que el Fin del
Mundo es equivalente a su propio fin, y no para de darle vueltas al
asunto. Más aún, en un giro interesante ha jurado públicamente que si no
alcanza la gloria literaria en los próximos años se pegara un tiro.
Creo que ahí hubo una confusión. Por mucho tiempo Lillo fue la estrella
de la Segunda División literaria, ganó concursos de cuentos de
provincia, becas de creación, el mítico Paula y finalmente ascendió a
primera división siendo editado por Mondadori. Sin embargo, de ahí a
creer que siendo un autor que se limita a plagiar a escritores
norteamericanos pueda ir más lejos, uff. Siguiendo la metáfora
futbolística, Lillo es como si el presidente del recientemente ascendido
Curico Unido dijera: me mató a fin de año si no salimos Campeones de la
Libertadores. Un despropósito absurdo. Sospecho en todo caso, que Lillo
dice lo de matarse por un afán histérico por publicidad más que por
realmente saldar una deuda de honor consigo mismo. Honor que por lo
demás, dado el dudoso origen de buena parte de su obra, ya está
mancillado de forma definitiva.
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