Escribe Carlos Amador Marchant
Se nos fue un día cualquiera como se fueron los trenes que circularon por el desierto. Y quedó ese panorama de piedras y peñascos más una soledad que retumba.
A Aristóteles España ya no lo veré más en las esquinas, mirando el entorno con esos ojos asustadizos.
Este fue el hombre que viajó por tantos países de América y de Europa. Conversando con un sin fin de escritores, dejando marcas blancas y negras en los espacios.
Lo tengo grabado en los pasillos del Consejo de la Cultura con sus ojos ya enfermos, muy enfermos. Pero también con la mirada del que lo ha tenido todo y al mismo tiempo, todo lo ha perdido. Aunque lo material no es tan trascendente llegada la muerte, sino lo que dejas, en el arte.
Poeta que estuvo aquí y allá, siempre hablando de cosas distintas. Dominador de temas políticos e intelectuales, siempre ganando premios en sus tiempos vitales. Y nunca se sabía dónde estaba, sólo aparecía, como fantasma, en lugares inimaginables.
Desde el 2000 hacia delante me llamaba por teléfono, averiguaba direcciones, perdía direcciones, se reconstruía
En 1999 lo encuentro en Valparaíso en un lanzamiento de libro. Me hablaba, me recordaba los inicios de la generación del 80 como si la estuviera viviendo. Y conocía, o decía conocer, a casi todos los poetas que surgieron en el norte de Chile. Ni hablar de los del sur. Reconocía todos los pormenores de mi crucifixión, hasta las mediciones del tronco donde me amarré, la hora, el día. Hablaba como un descontrolado y me permitía dar cuenta que era un tipo con una agilidad mental extraordinaria.
Le perdí la pista hasta el año 2002. Fue en una ocasión en que el también fallecido poeta Eduardo “pelao” Diaz, me invita a un mini encuentro de poesía junto a vendedores de libros, en Antofagasta. Ahí estuvo también el iquiqueño Juvenal Ayala, el Toño Kadima, entre otros. Pero nunca pensé reencontrarme de nuevo con España. Trabajaba en Chuquicamata. Apareció sorpresivo con dos diarios en las manos. Leía como en los tiempos en que no existía el Internet, buscaba las páginas culturales, gozaba leyendo. Aún conservaba la antigua costumbre de los que visitan los diarios, de los que buscan ser entrevistados: “Vamos a la TV de Antofagasta, ellos deben entrevistarnos, tú debes estar conmigo”. Yo, hacía tiempo, había perdido esas costumbres.
A mi regreso a Valparaíso, me va a despedir al terminal de buses de la ciudad. Un día antes, habíamos tenido una lectura de poesía en la Casa de la Cultura del puerto nortino. Los antofagastinos, querendones de sus visitantes, quisieron en algún momento hacerlo suyo, que se quedara en esas tierras para siempre, que fuera recordado como un hijo ilustre, pero más tarde sucumbieron. Aristóteles en ese tiempo ya estaba mal de salud. Lo decían sus ojos, sus palabras. Él requería movilizarse, y no quiso dejar sus huesos en esos peladeros del desierto.
De nuevo le pierdo la pista. Pasan los años y lo hallo en Santiago de Chile. A unas cuadras de la Sociedad de Escritores. Dialogábamos entre amigos sobre cosas gremiales. Estaba un rato y se iba. Nadie sabía hacia dónde, qué rumbos tomaba. Tal vez lo sabían, pero guardaban silencio.
Aún mantenía la Pata de Liebre. Se manejaba en el tema editorial. Pero nunca más supe de él hasta sus constantes llamadas telefónicas. Venía a Valparaíso de sorpresa. Lo anunciaba. “Te espero en el Hotel para conversar, apúrate”, ametrallaba. Había que ir. Era insistente.
Dawson, la isla maldita lo persiguió toda la vida. Las torturas, la vida que nunca fue vida y que tuvo que vivir a los 17 años, una vez que es llevado a ese campo de concentración, caló hondo: “He aprendido a amar entre barrotes/rodeado de secretos, amenazas…”, dice él. El Premio nacional de Literatura y Premio Cervantes, Gonzalo Rojas, diría de este texto: “¿Entonces nadie va a decir que este libro es un gran libro?. ¿Qué en él no hay sectarismo ni consigna sino hombre: hombre intacto, entero?”.
Lo concreto es que este trabajo realizado en el fragor de la dictadura, siguió al autor no sólo por lo reseñado, sino por las marcas dejadas en un hombre maniatado hasta en su yo interno. Fueron cientos de comentarios hechos dentro y fuera de Chile. Era, fue, el preso político más joven de Dawson, de esta historia política y de la democracia férreamente golpeada hasta nuestros días. España no pudo salir de esto. Creo que Chile también vive traumado, porque se sigue gobernando con los amarres dictatoriales.
Más de una decena de libros escribió Aristóteles España. Su exilio lo vivió en Argentina. Pero estuvo en varios países caminando y dialogando, pernoctando, tratando de vivir. No es casual que tras su muerte, decenas de medios de comunicación hablaran de esta pérdida, fuera y dentro de nuestro territorio.
Tengo la impresión que hay poetas que nacen y viven, pero escupen los misterios y cánones que nos otorga la vida. Recuerdo, en entrevista realizada a Efraín Barquero, haberme narrado las penurias pasadas con Jorge Teillier. El caso de España fue casi similar, aunque el primero murió a los 61 y el segundo a los 56 años. Pero no es tema de comentar.
El 2007 fue el año en que me lo vuelvo a encontrar. Estaba trabajando en el Consejo de la Cultura en Valparaíso. Yo ingresé al mismo servicio un año después y fui despedido apenas asume el Presidente Sebastián Piñera. España se sintió dolido. Los golpes en el alma se repetían. La dictadura de nuevo llegaba, disfrazada de democracia.
Con él nos íbamos a la hora de colación a cualquier parte, cerca de la Plaza Echaurren. Incluso, a veces, terminábamos comiendo algo frente a las olas del puerto. Ahí dialogábamos sobre la muerte y sobre la vida. Pero él ya estaba muy delicado de salud. Me había anunciado en varias oportunidades que creía le quedaba poco de vida.
No tengo en mi poder todos los textos editados por España, pero los que poseo llevan su dedicatoria, con su letra nerviosa por todos los momentos de vida.
El otro Premio Nacional de Literatura, Armando Uribe Arce, dice sobre el libro “La Entera Noche Llena”: “Es un libro notable, original y saliente en ésta que me atrevo a llamar: escuela chilena de poesía en castellano”. España en esta misma obra grafica: “Es el tiempo de los espejos que caminan,/de los señores feudales y los perros feudales,/ el tiempo de la miseria individualista; /es el tiempo de las utopías escondidas en el armario,/de los objetos laicos sin pintura,/de calendarios que tienen color negro…”
Estuve en su despedida y no me fui de la iglesia hasta que el carro mortuorio lo llevó desde Valparaíso hasta Santiago, para luego, vía aérea, ser conducido hasta Punta Arenas.
En ese lapso revisé su letra, su dedicatoria, en uno de sus textos. Me dice con su puño nervioso: “Para mi amigo, estos poemas para mirar.” Y me pregunté: ¿Mirar hacia dónde?.
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