viernes, 15 de mayo de 2009

Huacho y Pochocha por Enrique Lihn

5/15/2009 08:30:00 a. m.

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Huacho y Pochocha

Enrique Lihn



De la historia de amor de Huacho y Pochocha subsisten las huellas conmovedoras que me fuerzan, periódicamente, a aventurarme en una empresa imposible: reconstituirla. La imaginación no es un buen guía para internarse en realidades que la sobrepasan. Ellas la obligan a volar en el vacío, lo que es igual que cortarle las alas y encerrarla en la jaula del loro. Entregada a sí misma, no hará otra cosa que repetirnos su viejo repertorio hasta el cansancio. ¿Con qué datos ayudarla a salir del paso en que se la pone en una noche de insomnio, condenada a un trabajo forzado del que nos creemos libres, erróneamente, al día siguiente.

Si Huacho y Pochocha fueran simplemente dos nombre pintados por un ocioso en un muro y si la misma mano que los trazó hubiese escrito y garrapateado en torno a ellos los dibujos y las palabras obscenos que allí pueden verse y leerse, todo se reducía a pensar en un ferroviario obsediado por una lúbrica decepción amorosa. Tipos de esta especie se encuentran a diario e imaginar que uno de ellos encontró en la grafomanía a todo color y en gran escala la fórmula para tranquilizar a su monstruo por el furtivo espacio de unas horas
nocturnas, me sería demasiado fácil. Excluida del mundo, esa pareja de nombres ridículos (y la pareja misma) pierde a la vez que el encanto, su condición absurda.


La relación del sueño del idiota con el idiota que lo sueña arroja una luz tranquilizadora sobre ambos. Si el primer término de esta relación nos saliera al paso, dotada de existencia propia, convertida por obra y gracia del genio del durmiente para sumirnos en el asombro. Es incorrecto pensar que un miserable, poseído por la fiebre, ejecute penosamente el trabajo de exponer su miseria (y ocultarla) con el amor, o, por lo menos, con la paciencia de un relojero. Todo está de parte del absurdo. Todo indica a las claras que Huacho y Pochocha existen; no como en el sueño viscoso de un impotente ni menos como la emanación real de ese sueño, sino con la naturalidad propia de dos seres de carne y hueso.


De los dos fue el hombre por cierto quien tuvo la peregrina idea, vieja como el diluvio, de grabar su nombre y el de su amada, imborrablemente, en una superficie sólida. Es un impulso primitivo que, por regla general, se satisface con un cuchillo y un árbol. Son los medios comunes y corrientes para un fin común y corriente en la prosecución del cual hasta un hombre de talento se pone al nivel de sus semejantes. Posiblemente Huacho sea un nombre excepcionalmente común, lo que explicaría su genialidad, la única que le conocemos. El hecho es que no pudo elegir un lugar más visible para su púdico exceso de exaltado exhibicionismo que una muralla divisoria paralela a la línea férrea, situada a corta distancia de la ciudad misma, ni materiales más desusados en esos casos que una brocha delgada y varios tarros de piroxilina. Un pintor de letras no tendría dificultades para procurárselos a cualquier hora del día o de la noche. Su oficio lo obliga a cargar con ellos sin ninguna grandeza. Los caracteres que imprimió Huacho -no obstante lo hiciese al amparo de una doble ceguera impuesta por la pasión y por las sombras- revelan que un pintor de letras pudo ser a sus ojos un hombre superiormente dotado, dueño de una situación envidiable, de una cultura artística fascinante.


Es posible que volviera a invadirlo ese sentimiento de admiración por un maestro de arte en que se debatió llevado por un entusiasmo pródigo en dificultades, pero superior a su capacidad de resistirlo; más aún, que pensase concretamente en el individuo a quien debió sustraerle la brocha y los tarros, aprovechando el descuido que acompaña fielmente a la borrachera.


Los hombres superiormente dotados a quienes la vida ahoga en un ambiente indigno de ellos, son propensos a un alcoholismo que se traduce en la exaltación de su humor negro. Olvidan en todas sus partes sus útiles de trabajo y terminan sus días, apacible y melodramáticamente, en el hospicio o en la cárcel. Pero ésta no es la historia de un pintor de letras. Sólo he aludido a él para anotar que Huacho -honrado de capirote- no habría puesto sus miras en lo ajeno, de no mediar una de esas ideas luminosas que desafían a nuestras previsiones respecto del carácter menos imposible.


También a él lo suponemos aficionado a la bebida, aunque por un motivo muy diferente. Falto de luces, ¿quién no prefiere la obscuridad completa, vivificante, a la penumbra en que se debate su cerebro, como una lombriz fuera del barro, en sus momentos de mayor lucidez?


Siempre ha de ser más feliz un perro de la calle, entregado de lleno a su naturaleza, que un perro de circo condenado, en dos patas, a impugnarla.

Si Huacho bebía como lo hubiese hecho un animal en su caso, era que necesitaba sentir ese hormigueo en todo el cuerpo, gracias al cual los seres oscuros se ponen en contacto consigo mismos y les es dada la certidumbre de propia existencia.


La jornada había sido por lo demás gloriosa, a juzgar por los sentimientos que me inspiran los resultados. A la vista de esa reiterada inscripción multicolor de dos nombres de otro mundo, uno puede dar rienda suelta a su propia inocencia semejante a la alegría impersonal que se respira en un día de primavera.


Entristece pensar que el tiempo se ha encargado también de esa obra destruyéndola miserablemente, negándole con minucioso cuidado la oportunidad de renovarse. Desde la ventanilla de un tren se la puede apreciar aun, en un abrir y cerrar de ojos; pero el día en que desaparezca, junto con la muralla, la línea férrea, el tren y la ubicación misma del lugar en que se levanta, lo tengo más asociado a ella que a cualquier otro producto de la mano del hombre.


Así, es natural que su autor se haya embriagado como nunca no bien le puso término para su asombro y el mío, para la obscenidad de un enajenado mental y la curiosidad divertida de algún viajero abierto al mundo.


A un costado de la estación, enfilados en una misma calle aparentemente deshabitada, como en ruinas, se extiende una decena de bares clandestinos. El barrio es, podría decirse, una “vergüenza nacional” y hay en él manzanas enteras cuyas casas, comunicadas entre sí, forman laberintos en los que se extravía, periódicamente y para siempre, algún representante de la justicia obstinado en imponerla a cualquier precio. Como de todo hay en la viña del Señor, también allí vive buena gente que asilaría a los despavoridos guardias, si no corriese, al hacerlo, peligro de muerte.


La miseria reúne a los ángeles y a las bestias y, si no llega a confundirlos, cuando menos los amolda para hacer posible su convivencia. Cuando un vecino sediento y deseoso de compañía se encamina a un bar, por ejemplo, sabe perfectamente a cuál de todos dirigirse. Hay ignorancias y descuidos fatales. Si es un asesino, entrará al de los asesinos; si un ladrón, al de los ladrones; si un vendedor ambulante, al que le corresponde; si no es nada, se lo espera en el más sórdido de todos, donde se acepta la gente sin profesión y se fía a los indigentes a cambio de pequeños servicios que les pueden significar algunos días de cárcel. En la abstinencia cualquiera transmite un mensaje por un jarro de vino, recibe un paquete de un desconocido y se lo entrega a otro, asiste activamente al entierro de un suicida involuntario que se obstina en reflotar a favor de la corriente.


Oí hablar de un tipo que envejeció sin poder demostrar la inocencia de su participación en una aventura de esa especie. No era mudo, pero las palabras se le oponían como obstáculos con los que se cansaba de luchar, tras largo y penoso plazo. La facilidad de expresión no le habría sido muy útil, por otra parte, pues no era conocido ni siquiera en su casa, como cuadra a un vagabundo, y sus amigos ocasionales carecían de las influencias necesarias para atreverse a declararlo inocente ante las autoridades.


Son historias que alguien de buena voluntad le cuenta a usted en sordina, por cierto que en otros términos y no sin riesgo de su persona, en el escenario mismo donde se las esconde como a un tumor contagioso. El narrador puede haber sido Huacho, a quien seguramente vi por primera y última vez en esa taberna de los extramuros que visité hace veinte o más años, en un juvenil acto de curiosidad temeraria.


Frente a mi mesa, constreñido a la suya en la actitud de un mono que imita como puede una costumbre humana, el novio feliz sonreía y bebía interminablemente, con los pies en el aire. Un suceso inesperado me reveló en breves instantes los pocos rasgos que bastan para trazar el carácter de un hombre sin pretensiones de ninguna especie. Al entarimado, que se levantaba sobre el piso de tierra en un extremo de la taberna, había subido la dificultad, el peso y la voz de una mujer inolvidable. Para no entrar en detalles, la describo como la parte posterior de un caballo, humanizada por una cabeza de melón y un rostro de torta cruda. La edad y el oficio que en otros tiempos habría desempeñado legalmente, sin mucho éxito, se le traslucían a través de toda una humanidad consagrada a ocultar los años y presentar su profesión bajo el más atractivo y decoroso de los aspectos. Fascinado por esa personificación de la carne que se niega a reconocer su derrota y renunciar al último residuo de voluptuosidad, por esa decencia que el asco de sí mismos impone a los más impúdicos, la cantante me llegó a inspirar una simpatía morbosa. Los sentimientos complicados dan lugar a la reflexión y el pensamiento paraliza. A mí, claro está, no se me había ocurrido, paralizado o no, establecer el menor contacto con la “artista”. Mi vecino de mesa, en cambio, subió al estrado, una copa de vino en la mano, admirablemente dispuesto a rendirle homenaje.


Yo no advertí en la expresión del hombrecillo ni la sombra de una intención deshonesta. Pienso que la mujer pudo incluso recordarle a su madre o que vio simplemente en ella el símbolo de la humanidad entera, abierta de brazos. Pero su gesto fue tan torpemente ejecutado como interpretado. Incapaz de sostenerse con firmeza sobre los pies, buscó apoyo en su interlocutora y, en una de ésas, la volcó la ofrenda que ella se llevaba a los labios, en el escote. Fue entonces cuando se hizo notar, bajo un aspecto imprevisible, el acompañante de la vieja, que hasta ese momento había tocado el piano sumido en una dorada medianía, con la ligereza de una mariposa y sin ningún virtuosismo. El aspecto (¿Cuál era?) del adversario debió animarlo a destapar el odio que envenena a los tipos equívocos cuando se enfrentan con hombres de una pieza. Los insultos y los empujones le fueron devueltos con rapidez y precisión inesperadas. En el espacio de un segundo el suelo le recordó que, si se es un cobarde, conviene tenerlo presente sin excepción en todas las circunstancias. Al final de la escena se admiran en el héroe la
facilidad innata para captarse el corazón femenino y su magnanimidad para con los enemigos caídos. Recuerdo que la mujer insultó injustamente en cierto modo a su acompañante, quien hizo aún cierto esfuerzo para reivindicar su virilidad; que el vencedor, iluminado en todo momento por la idea de la reconciliación y el olvido absolutos, terminó brindando con la pareja a la salud de quién sabe qué almas en pena. Cuando la cantante y el pianista desaparecieron para siempre -pensé. por donde habían venido, hundiéndose en la tembladera de su inexplicable convivencia, no tuve inconveniente en reemplazarlos. Era indudable que estaba en
presencia de un personaje curioso. Sabría sacarle algún partido literario. Además, es posible que en esa remota noche sintiese yo la angustiosa necesidad de distraerme en que me dejaban mis constantes rupturas con todo el mundo.


No estoy seguro de recordar el sentido de una conversación
mantenida con un vagabundo,, hace quién sabe cuánto tiempo. Es posible que, salvo en algunos puntos, la confunda con otras equivalentes, entabladas en lugares semejantes. Ya el aspecto físico de mi interlocutor se presta en mi memoria a una serie de confusiones. He dicho vagabundo. Aludí quizá a la pobreza que en el bajo pueblo no es un rasgo que distinga a nadie. He de suponer que el hombre no era un espécimen de los más individualizados. Nuestra raza tiene la pasión de la monotonía. Cuando se impone, repite sin cansancio un rostro aplastado en rasgos dispersos, un cuerpo pequeño que tiende a ser robusto, unas manos, unos pie rebeldes al guante y al zapato.


Pero de ese efímero amigo obtuve una información completa sobre la índole del lugar en que me hallaba. No se calló las historias que me habrían sido de gran utilidad si las peores circunstancias me hubieran llevado allí condenado a instalarme en ese barrio maldito.


Cuando de tarde paso por esos lados ellas se me vienen a la memoria como impresas en el estilo y en los caracteres de la prensa amarilla sensacionales, inmundas, demasiado explícitas para atribuírselas a un narrador borracho nacido y desarrollado, en una edad mental anterior, tanto al lenguaje escrito -sabía dibujar algunas palabras, su nombre y el de su pareja, por ejemplo, sin entenderlas- como a las sutilezas del lenguaje oral que escapan al gruñido y a la desordenada, titubeante acumulación de términos abstrusos.


Con todo, persiste en mí la sensación de haber entendido
prácticamente -en un aquí y en un ahora justos y cabales- aquello a que se alude cuando se habla de un alma de Dios, pese a todo mi ateísmo. Veo a un a vaga figura agitándose en un entusiasmo innumerable, como caído del cielo, provocado por sus propias confidencias bastas, burdas y castas; por la conciencia de ser comprendido a fondos, sin reservas. Mi propia experiencia me indicaba y me indica que la idea del amor de un será otro se volatiliza día a día en la complejidad del corazón y de la conciencia humanos, revelándose como una palabra inflada por un contenido ilusorio. Un hombre, sin embargo, me habló de su mujer en tal forma, que esta observación puede no ser sino una hipótesis consagrada a justificar la mezquindad de mis sentimientos.


Al amanecer, ingurgité el último trago de la noche y me despedí - para siempre- de mi nuevo amigo. Seguramente quise saber su nombre. Él me lo articularía con voz estropajosa. Acaso dijo Huacho; pero la verdad, no estoy seguro de recordar cómo se llamaba.


II


A Pochocha, en cambio, suelo estar seguro de contarla en la lista de mis conocidos: Si se la compara con su amigo, puede parecer vulgar, lo que facilita por una parte y dificulta por la otra un encuentro personal con ella en el pasado, en el presente y en el futuro. De no haberse muerto -obedeciendo al plan de esta historia- me sería posible encontrarla en el asilo de ancianos, por ejemplo, o entre las viejas vendedoras de baratijas que se arrinconan y encienden su brasero en los mercados. Ella no fue la de la Idea, aunque el hecho de inspirarla la salva del anonimato y la pone, más bien formalmente, por encima de sus colegas, amigas y vecinas. Creo que me resultaría fácil reconocerla -a pesar de que los años no le habrán evitado ni el menor estrago- y saber si ella y María son, en verdad, una sola y misma persona.


María fue la última doméstica a quien intenté, infructuosamente, hacerle el amor en casa de mis padres. El nombre no tiene por qué despistarnos. Es sabido que las mujeres de “baja extracción”, como se dice en un feo lenguaje, acostumbran a ocultar el suyo propio, favorecidas por el desorden y la emergencia que reinan en sus papeles de antecedentes, bajo otro, simulado, el primero que encuentran en su cabeza en el momento oportuno, quizás el de su peor enemiga. Puede verse en esto -según el criterio- un innato amor infantil por la simulación y la mentira o un pudor, también
innato y demencial, que les prohíbe entregarse en una fórmula. Las palabras desnudan y fijan. La vida, en especial la vida femenina, se esconde en un secreto movimiento permanentemente ondulatorio. Pochocha era, sin duda, una perfecta expresión de una femineidad contemporánea a la aparición del hombre sobre la tierra, precedido y enajenado por el encanto de una inmensa mujer yacente, al sol, sobre las piedras.


Pido, antes de entrar en materia, que no se me juzgue a la ligera. Aunque es bien sabido que innumerables generaciones de hijos de familia han aprendido a saborear el gusto de la carne en los pabellones del servicio, una moralista ocasional no verá en todo ello sino una forma más de la explotación de una clase por otra. Lo que es mucho y poco decir en materia tan delicada. Conviene tomar en cuanta la amoralidad que reina en todas partes bajo la inmoralidad y el moralismo. Luego, piénsese que en lo que se refiere al conocimiento sexual, todos somos más o menos autodidactos. Nadie nos ha enseñado a relacionarnos con las mujeres en la única forma en que la convivencia con ellas se llena de un sentido natural y
verdadero. Hablo en general. En lo que a mí respecta, abandono las justificaciones por los hechos. Bien pensado, puede que yo no pueda aspirar al “perdón de mis pecados”. Este pensamiento suele alegrarme.


María se presentó en casa un sofocante día de verano, con un
paquetito apretado contra la cúpula del corazón. Este gesto
patético no cuadraba en modo alguno con la expresión general de su persona, de una apagada serenidad un poco triste, rayana, por momentos, en la estulticia. Traía allí los tesoros de su vida privada, los trofeos que cualquiera conquista, por el simple hecho de existir, en una alegre y penosa batalla perdida de antemano. El retrato de sus padres irreconocibles en su vaguedad color sepia, los rasgos retocados, las cabezas como metidas en los agujeros de un telón en el que se veía una pareja de cuerpos ideales en una posición ideal,
pintado por un sastre pobre aficionado al arte. Entre el retrato y el vidrio doradamente enmarcado, persistía el color de unas violetas secas; una estatuilla de yeso: la virgen del Carmen, obtenida en una rifa parroquial, y su respectiva palmatoria; una cajita primorosamente incrustada de conchas por un preso y, dentro de ella, las joyas: una golondrina de vidrios abrillantados, unos pendientes en forma de margaritas gigantes, un collar de perlas falsas completo. Los anteojos intrigaban. María, ¿sabía? Una vez la vi con ellos puestos. Les faltaba un vidrio. Además, lo que podría ser de gran importancia, sus fotografías numerosas. En la gran mayoría
de ellas aparecía sola, respaldada por irrecuperables días domingos. Ni más vieja ni más joven de lo que era. Simplemente en distintas épocas de su vida. Sentada con artificio en una roca, junto al mar, esa mujer demasiado grande atraía la atención sobre un cuerpo de ningún modo perfecto, pero sólido y agradablemente desproporcionado. Luego otras visitas la mostraba en vacuas actitudes cariñosas junto a alguien. De nuevo, demasiado grande. El rostro de su compañero había sido expurgado, aquí y allá, con auxilio del dedo, el alfiler y las uñas. Los demás hombres, visibles como en segundo plano, eran figuras secundarias.


La primera tarde de servicio. María no salió de su pieza,
aparentemente ocupada en arreglar sus cosas. Yo la observé desde el jardín sin ser visto, apenas curioso. La mujer lloraba en medio del desorden, en actitud hierática, como para sus adentros. María era alegre, de una alegría más profunda, se hubiera, que su interioridad misma, ya que le faltaba siempre algo para hacerse visible. De esa alegría impersonal que se respira en los días de primavera, de la que uno participa como un espectador, sin compromiso: Las pocas veces que se enojaba, lo había bromeando, pero con autoridad, segura de su derecho. Sus costumbres eran espartanas. Se levantaba con el sol y uno podía figurársela envidiosa de las gallinas que vuelven a su retiro a primera hora de la tarde.


Amaba a los animales y a los niños, pero unos y otros se divertían a costa suya, llegando muy pronto al aburrimiento. Siempre pensé que había vivido en condiciones más precarias y trabajosas que toda otra mujer de su oficio, pues lo desempeñaba con una facilidad extraordinaria. También imaginé que la resistencia a salir de paseo en sus horas libres obedecía al temor de encontrarse con alguien que esperaba recuperarla, arrastrándola, otra vez, a una inopia completa. Le era fiel a esa persona, como se verá, pero tenía a veces la reflexiva expresión antipática de los traidores. En general no me preocupé gran cosa de ella hasta que se me reveló y la vi en parte con los ojos de Huacho, en parte con los de un desesperado que busca amparo en cualquier mujer dispuesta o no a la correspondencia.. Y también, claro, está, cínicamente.


Como formando parte de un plan largamente preconcebido, mis continuas protestas contra la buena mujer habrían mantenido en el anonimato, a recaudo de toda sospecha al menos por un tiempo, una relación íntima entre ella y yo. Mi madre creía poder estar tranquila en el sentido de que esta vez nada anómalo iba a suceder en casa.


Se felicitaba por la audacia con que, desoyendo la voz de la
experiencia, había admitido en ella a una mujer en la flor de su
edad. A las sucesoras de Juana, hasta María, se les exigió para aceptarlas en el servicio, como primera condición una madurez a toda prueba, y un interminable desfile de ancianas atravesó el hogar dejando el lamentable recuerdo de su virtuosa inutilidad.


Para mi madre, María era a todas luces una joya; para mí, con la aprobación matriarcal, un ser neutro que dejaba caer
desaprensivamente sus pelos en la sopa. Era yo quien parecía
condenado a encontrar esos delgados hilos de una amarillez
grisácea, sin vida, irritantes. Yo quien sostuve, viniera o no al caso, la necesidad de que María fue tan higiénica con su persona como con todo lo que estaba bajo sus manos. El más ligero olor a transpiración me enferma, puedo sentirlo allí donde simplemente sospecho que existe, y el ajuar de ese ángel no era de los más ricos. Si es posible que se cambiara un vestido blanco azulado por otro azul marino desteñido, me consta que usaba siempre un mismo delantal que la cubría con la generosidad de una bata de baño, humedeciéndose ligeramente en las axilas, prestándole la amplitud del embarazo. El color de esa prenda informe sugería el vómito de un niño “empachado” con frambuesas en leche. María, además, arrastraba al andar sus grandes pies calzados con zapatillas de goma, e insistió durante semanas en llevarme el desayuno a mi pieza a primera hora de la mañana. Terminadas sus labores domésticas, después de almuerzo, solía entregarse, en la cocina, a la práctica del canto, lo cual me imposibilitaba para concentrarme en mi trabajo: todos esos largos y absurdos poemas escritos en una máquina a la que le faltaban varias teclas, destinados a extraviarse con el correr del tiempo. Cierto es que cantaba a media voz, pero sin la menor entonación, oído ni propósito alguno, como lo hace un ciego en una esquina ante el público que no se detendrá a escucharlo cinco segundos. Ni aun como un ciego, por el desinteresado placer de encontrar en sí misma una manifestación de su propia existencia.


Mi interés por ella se me impuso de pronto un día en que -es preciso confesarlo todo en total vulgaridad- volví a casa temprano medio ebrio, tras dos días de ausencia, y no encontré en ésta a nadie salvo a María que estaba encerrada en su dormitorio. Fui allí en procura de alguna información y se me recibió como se me había recibido esa tarde en el limbo, sin extrañeza. Mi familia en masa andaba fuera de la ciudad, en algún lugar de la costa. Volvería al anochecer de ese domingo. Tomé asiento frente a la mujer, decidido a cambiar
con ella cualquier género de impresiones. En otra parte no me
esperaba nadie. La poesía se me aparecía como el más ridículo y vacuo de los ejercicios. Mil veces menos preferible a la prosa de una conversación sin pies ni cabeza. ¿Quién era yo? La imagen aparentemente viva del fracaso: un hombre joven, sin porvenir, ocupado en buscar trabajo con la esperanza y la desesperación de no encontrarlo. María opuso una débil resistencia a mi vista:

-No vaya a ser que lo vean aquí...

-No me verán-

Una respuesta concluyente.


Entablamos un diálogo impreciso, yo quería informarme sobre su pasado; sus respuestas luchaban por arrastrar la conversación al plano impersonal en que una mujer simple puede extenderse en menudencias salpicadas de reflexiones inesperadas. A propósito de no se qué qué banalidad relacionada con un melodrama de cine -yo lo había visto casualmente para matar el tiempo-, observó que, en el fondo, nadie necesita de nadie y que las gentes consiguen interesarse unas en otras para escapar a la soledad. Este paréntesis me hizo sentirme próximo a ella como de un filósofo
existencialista. La sensación de que sus pensamientos eran simples aproximaciones a sus sentimientos, organizados, quizás, para traicionarlos; de que no se interesaba en nada parecido a un melodrama de cine, me invadió de una ternura intolerable. Creí estar enamorado por primera vez en mi vida, de una manera absurda, tan poco convencional como era de desear. María era, en realidad, de una belleza superior a todas las fealdades que pudieran reprochársele, anterior a todos los tipos establecidos por las depravadas costumbres del hombre. Pertenecía a la tierra y al cielo, que es un anhelante fluido terrenal, por iguales partes. Toda nacionalidad e individualidad estaban excluidas de esa gran forma femenina apta para el desconsuelo de la maternidad y la melancolía
del amor. Caía una cálida tarde otoñal con la finura de una hoja
seca. Intenté, reiteradamente, algún alcance y fui rechazado con una firmeza sin violencia. Ni quise entender que, además de leal, María era fiel.


Adquirí la vergonzante costumbre de permanecer en casa la mayor parte del día, acechando la oportunidad de encontrarme con ella a solas. Luego me descuidé completamente, y si no me sorprendieron fue que actuaba con la precisión con que un borracho evita, en último instante, el peligro de ser arrollado por un vehículo. Mientras almorzaba o comía mi familia yo iba a la cocina sin ningún pretexto y era recibido alí por el enemigo pronto a defenderse inexpresivamente y sin ruido. Este estado de cosas se prolongó más de la cuenta. Cuando ya renunciaba al combate, el vencedor me incitaba con su magnanimidad a reanudarlo.


Trató de recordar alguna de esas historias que me refería María como a un niño de corta edad, cuando estábamos pacíficamente solos: No lo consigo sino en parte y pienso que deben haber sido de lo más caóticas. Trataban del diablo y venían de un mundo iluminado por la superstición como una pintura primitiva por los colores del espectro. En una de ellas ese personaje aparecía ante unos niños bajo la forma de un burro y los invitaba a dar una vuelta sobre su lomo. Como ellos no se hicieron de rogar debió manifestarse en escena alguien interesado en que no llegaran al infierno. Y el burro empezaba a hincharse en sentido horizontal como esos globos con aspecto de grandes salchichas. Reventaba por último y en lugar de él una cola se hundía rápidamente en la tierra, despidiendo olor a azufre. Luego, el diablo disfrazado de campesino era engañado por un campesino disfrazado de diablo -o algo por el estilo- en una apuesta en la que el mismísimo demonio perdía su alma. Todo quedaba en nada, y el campesino volvía al infierno restregándose las manos. Pero la extensión de este relato me impide extenderme sobre otros.


Una humillación de primera magnitud puso término mis relaciones con María. La ventana del comedor daba al jardín y de éste no se podía pasar a la cocina sin ser visto desde el interior de la casa; a menos que se lo alcanzase por la puerta de entrada, se lo recorriera por el fondo y se llegara a aquélla deslizándose en cuatro pies por debajo de la ventana.


Ejecute esta difícil operación cierto día en que mi abuela -mujer puntillosa e intolerable. almorzaba con nosotros. Levantarse de la mesa para ir a las dependencias era un comportamiento que le habría arrancado algún comentario. Deprimido al máximum, yo sentía que era blanco ya de una sospecha por demás justificable. Incurrí, pues, en la temeridad más absoluta. Un movimiento en falso, el menor ruido y sería sorprendido en una miserable actitud canina. María, los brazos en jarra, apoyada en el umbral de la puerta de su reino, observaba mis evoluciones, sin expresión ninguna, fascinada, seguramente, por una obstinación superior a la suya.


Cuando llegué a ella y quise besarla, me mantuvo a distancia con una fuerza extraordinaria. Convertido en un pelele, lleno de odio, abandoné la partida y regresé a la casa por donde había venido, como quien desciende al infierno.


Poco tiempo después, sorda a los consejos bien intencionados e interesados de mi madre, María dejó el servicio con destino desconocido. No dijo que iba a casarse ni justificó su deserción en modo alguno. Había tomado, eso sí, la costumbre de pasar us horas libres fuera de la casa, despertando la trivial sospecha de un noviazgo que creímos confirmada el día de su partida. Se despidió correctamente de todo el mundo, hermética, apretando contra su seno izquierdo un paquetito informe. Afuera la esperaba lo precario de su libertad, bajo la forma de una carretela en la que apenas cabían, quejumbrosamente, el viejo catre de bronce, el velador y dos sillas.


Si María era Pochocha, esa tarde debió reunirse con Huacho para siempre curada de toda ambición personal.


III


Inmiscuirse en la niñez de Huacho y Pochoca es otro de los
problemas que debo resolver si quiero dar remate a estas páginas.
Nada más trunco que una historia de amor en la que los personajes, obligatoriamente un poco infantiles, no se muestras siquiera, a la distancia, en su infantilismo, auténtico y cronológico. Si nos han inspirado simpatía los querremos ver cómo eran antes de conocerlos. Por otra parte, su unión nos conmoverá mucho más si reparamos en la infinidad de obstáculos que pudieron impedirla. El primero de todos ellos es el tiempo. Dos niños, separados por una carretera, tienen toda la vida por delante para desencontrarse.
Aunque en el plano de las probabilidades constituyan una pareja de gran interés novelesco. Nos place, en una historia, el hecho de que haya podido ocurrir, en la realidad o en la ficción, a pesar de todo.


Pero éstos son todavía argumentos de los más refutables. Para hablar con sencillez, digamos que entre la infancia y la pasión amorosa hay demasiados lazos para que olvidemos a aquélla en el relato de ésta.


En nuestra jerga, Huacho es sinónimo de huérfano. Una palabra que se ajusta muy bien al menosprecio que, por lo general, la arroja en el tapete. La orfandad de Huacho me parece más que plausible, necesaria. Le viene a su retrato como anillo al dedo, proyecta sobre él una luz que lo individualiza hasta donde es posible. Este ejemplo de unción por la mujer ofrecido al mundo en el escrito de un analfabeto, revela que su autor debió ver reunidos en ella los encantos de una esposa y de una madre. Nos sugiere también una existencia oscurecida por una especie de autopaternidad, ajena a todo aquello que no haya sido estrictamente necesario a la supervivencia; a un niño llevado por sí mismo de la mano lo más lejos posible de cualquier plantel de enseñanza, con el hambre y el sueño a cada lado. Contra eta prehistoria patética se destaca, abiertamente, el carácter feérico de la historia misma.


Huacho pudo nacer de un encuentro fortuito, en un pueblo perdido, de un vendedor viajero y la única camarera del único hotel de la localidad más o menos habitable. Esto ayuda a comprender que haya tenido que pasar a manos extrañas, nada de firmes, a cambio de una módica suma mensual enviada con irregularidad desde incontrolables puntos geográficos. La muerte de la madre lo aclara y lo falsea todo si se la precipita caprichosamente. La ausencia permanente y, por último, la desaparición del padre, en cambio, no tiene nada de imprevisible si se piensa en lo innecesario que puede sentirse un hombre incluso en un hogar de los más sólidos, junto a una mujer que insiste en prolongar un amor arruinado por la rutina.


Pero hasta las más ligeras circunstancias parecen confabularse contra una mujer que se ha cansado de esperar que el momento de la maternidad le llegue por la vía del matrimonio y, en su exasperación, se siente capaz de cargar para siempre con las consecuencias de una aventura.


Este hermoso gesto no es comprendido por sus vecinos, quienes terminan por comunicarle algo de su propio asombro, conmiseración o censura. Si no es muy saludable, termina enferma en toda la forma. Y vienen los malos días en que es preciso tomar una actitud desesperada. Perseguir al esposo furtivo, volver a alguna parte para arreglar algún olvidado asunto de dinero, lanzarse en una nueva vida, incompatible con el ejercicio permanente de la maternidad o algo por el estilo.


Ana, por ejemplo, tenía por única amiga a Claudia; aunque eran minuciosamente diferentes, salvo en su común ceguera para todo lo que no fuese la vida bajo su aspecto más simple, trivial y concreto.


Claudina aceptó hacerse cargo del niño por un impreciso período que pudo, luego, prolongarse indefinidamente.
En ese entonces su paso por la calle principal no arrastraba aún la estela de comentarios que luego dejaría siempre; pero habría podido suponerse que una mujer emprendedora, resuelta y ambiciosa no se iba a contentar con ascender de camarera a dueña de un expendio de licores en una calle que merecía, de sobra, la mala fama. Claudina no demoró en arrendar piezas por hora al precio que quiso en un lugar donde se le hacía sólo la más discreta de las competencias. Después instaló, ya al descampado, un hotel parejero en toda la regla y empezaron sus dificultades con la gente de orden. El local primitivo se convirtió en una casa tan honorable como cualquier otra en la que vivía con su sobrino. Éste no fue aceptado en la escuela pública.


A los diez años, el muchacho huyó, por primera vez, de una casa donde no había sido maltratado en lo más mínimo, para volver a ella sin los dientes delanteros, contra su voluntad, en un silencio que ya no volvió a romper sino en ocasiones excepcionales. Lo encontraron en un pueblo cercano -remoto a sus ojos- donde quiso iniciar una nueva vida con pésimos resultados.


Allí, malquistándose con su protector, el cura, y horrorizando a los vecinos importantes, reunidos en la parroquia un domingo a las doce, se presentó a ayudar misa inimaginablemente borracho. A mitad de la ceremonia había hecho todo lo necesario para que nadie pusiese en duda el estado en que se encontraba y fue arrojado a la calle en medio de la vergüenza, el silencio erizado de toses y el disimulo insostenible de los espectadores.


Tuvo aún tiempo para robar una gallina, mendigar y trabarse en una pelea a piedra con los hijos de una buena mujer que lo hospedó, por unos días, con el propósito frustrado de arrancarle el secreto y entregarlo, personalmente, a su familia. De ello se hizo cargo uno de los amantes de Claudina que debió esperar horas al pie de un árbol donde se había emboscado el fugitivo con la boca ensangrentada. Más tarde se supo que, aproximadamente durante esas horas. Ana se descontaba del mundo de los vivos en un esfuerzo por permanecer en él que no debió extenuarla. Claudina acogió a su protegido sin el menor reproche, resignada a perderlo, la próxima vez, definitivamente.


La biografía de este hombrecillo ofrece nuevos capítulos para el aburrimiento en el que uno termina por caer cuando, para evitarlo, se hace confidente de las vidas ajenas. Pablo no sólo me ha relatado, con gran economía de palabras, por qué y cómo perdió los dientes. Desde la vez en que se le cayó la dentadura postiza, mientras me lustraba los zapatos, hasta ahora, se ha mostrado en nuestros encuentros sistemáticamente locuaz. Sus sórdidas historias contrastan con su carácter, en apariencia, jovial. Mientras observo desde lo alto de ese trono que le pertenece, pero al pie del cual pasa sus días condenado a una suerte de activa reverencia, pienso que en algún punto de su vida ésta debió girar en ciento ochenta grados, impelida por la buena suerte. En la mano izquierda de este anciano, pulcro para su edad y para su oficio, brilla, hasta cierto punto, un anillo de matrimonio. Durante un tiempo imaginé una novela rosa protagonizada por dos viejos al borde de la tumba y creí dar a alguien como Huacho una buena propina. Luego supe, por el propio impostor, que su mujer falleció hace años, librándolo de un peso intolerable. Alguien me ha dicho que mi amigo es conocido en su barrio como un viejo avaro y de mal carácter.

IV


Desde la ventana de mi cuarto que da a un sitio eriazo se denomina, a ratos, un cuadro que se mueve, de sol a sol, con apacible regularidad. Es la vida de una pareja de cuidadores cuyos innumerables hijos la mantienen decentemente unida. El padre es un carpintero competente; la madre, una espléndida lavandera de aspecto saludable. Esa buena gente no dispone de tiempo para preguntarse por el sentido de su empresa ni engolfarse en discusiones bizantinas. Una vez al mes, en los días de pago, el hombre, también obrero de construcción, vuelve a su cubículo ligeramente abrió y le asesta un puñetazo a su mujer, quien lo ha golpeado, a su vez, en la mañana, para arrancarle el sueldo íntegro, cuidándose muy bien de hacerlo en el bajo vientre. Como esta escena se desarrolla entre bastidores, puede suponerse que ella grita únicamente para no herirlo en su orgullo viril. Las gallinas, que durante el día circulan en todas direcciones por la calle, se despiertan y comentan el incidente en su endemoniada lengua bárbara; pero los niños, que asisten a él, seguros de un desenlace feliz que alterará su distribución en las dos camas, aprovechan la ocasión para juguetear en camisa, a la luz de la luna. Es entonces cuando me parece ver en su dimensión real y verdadera a esos pequeños fantasmas pobres y bien alimentados que vuelven a la tierra, como fuegos fatuos, para ensuciarse la cara con barro y pajarear a ras de suelo en alegres idas y venidas. Buena parte de la vida debe ser tan simple como ellos, pero habría que nacer de nuevo, en su pellejo, para que esta observación no fuera sólo cosa de palabras. Tienen el privilegio de una ignorancia que les impide perderlo y en esto hay algo parecido a la sabiduría. Si sus gritos me encuentran despierto y de buen humor, los escucho con una larga sonrisa.

Ciertas relaciones se han establecido entre mi casa y la de los honrados vecinos. Las une un alambre eléctrico, gracias al cual entre ellos han caído en desuso la vela y la lamparilla a parafina. El campesino nos ofrece su prolijidad para poner en regla cualquier objeto inanimado en cuatro patas por módicas sumas formales. Su hija mayor le sirve de emisaria y ella ha tomado personalmente la iniciativa de indicarnos, con toquecitos en la puerta, el momento de recoger el tarro de la basura. Tiene siete años y se prepara para hacer, en diciembre, su primera comunión. Todo el misterio de este sacramento se reduce aquí a una cuestión de vestuario femenino.


Esta virgencilla estará siempre a salvo de toda obsesión que no le venga de una vida apegada a la miseria y a la dicha que se encuentran al alcance de la mano. Su femineidad ha elegido por ella el único mundo posible, en un gesto inmemorial de consagración a lo concreto, anterior al de señalar el cielo con el índice o llevárselo a la frente.


Suelo divisarla entregada, con vocación a sus tareas. Ayuda a su madre en todo y observa, de cuando en cuando, al hombre de la casa, como para alentarlo con una presencia admirativa. Sus hermanos tienen en ella a una madre en miniatura que los acompaña activamente en el juego, con la reserva de la vigilancia. Puede lavarlos, vestirlos y darles de comer, e incluso cargarse el más pequeño a la espalda. A veces hasta los premia o los castiga. En las raras ocasiones en que está ociosa, se sienta púdicamente en un montón de tierra, las manos entrelazadas en la falda., los ojos fijos en un punto muerto. Ningún pensamiento debe turbar esa tranquilidad por la que pasará a vuelo lento algo semejante a la blancura de un traje cosido a mano. Todo el tiempo que va a durar esa existencia debe sentirse en ella como un presente extendido a su alrededor esa existencia debe sentirse en ella como un presente extendido a su alrededor hasta perderse de vista. Ningún secreto, sólo cosas que no se ven a causa de la distancia. Esa niña va a convertirse en mujer en cumplimiento de una vocación profunda, preparada desde siempre para la melancolía del amor y el desconsuelo de la maternidad. He aquí, aproximadamente, la infancia de Pochocha.


V


Nuestros padres se conocían, victoriosamente, en austeros y
altísimos salones de baile ahondados de espejos, en el hoyo de la ópera, en una pista de patinar a la hora del crepúsculo, en una partida de campo, a la salida de la Catedral. Nosotros hemos heredado, por lo menos, el hábito de los encuentros previsibles.


Tenemos los cafés para habituarnos a ver a las mujeres antes de dirigirles la palabra y conocemos sus costumbres antes de acostumbrarnos a ellas. Nos interesan las amistades de nuestras amistades y disponemos de informaciones precisas a su respecto. Las relaciones naturalmente se transforman; pero si no se las traba al azar se las priva de un cierto encanto que es necesario poner en una historia como ésta. Estoy convencido de que Huacho y Pochocha se conocieron por una casualidad, digamos, absoluta. Supe de un ladrón galante que cayó a la cárcel por no huir a tiempo, de la casa en que estaba operando, junto con sus socios. Se había prendado de la sirvienta y perdió un tiempo precioso haciéndole la corte. Un hombre así debe valer, a juicio femenino, su peso en oro; pero tiene algo de bandido romántico que lo pone aquí fuera de foco. Es muy difícil que ese mismo tipo sea capaz de elevarse por encima de una frivolidad de buen tono para escribir en una muralla, a todo color, su nombre y el de su querida.


-Preferible es pensar que Huacho atropelló a Pochocha antes de conocerla íntimamente y tuvo que renunciar por ello a un trabajo para el que no tenía aptitudes: repartir pan en bicicleta. El dueño del negocio lo habría sorprendido, recogiendo por centésima vez la mercancía del suelo, junto a un vehículo que era ya una calamidad con ruedas, para acompañar hasta su casa a una víctima menos furiosa a cada paso. Es una escena de tarjeta postal a la que se le puede poner música de pájaros. El malvado no baja, ni lejanamente, a la palestra, sólo se espera que surja alguna dificultad para que todo siga adelante.


Y allí está, desde luego, la pobreza de los personajes que, ya se sabe, socava a corto plazo los sentimientos más delicados. Sólo puede hacerle frente una imposible vocación de dicha y la absoluta falta de imaginación necesaria para pensar que aquella sólo existe cuando se la comparte con alguien. Como si la dicha no fuera un sueño que hay que soñar despierto, absolutamente privado y mucho más generoso que el oscuro amasijo de dos personas en una y su desaparición en un agujero.


Pochocha diría, por fin, su nombre pila y Huacho cortaría, arañándose los dedos, una flor de plaza pública, como quien saca algo del fondo de sí mismo -pan y cebollas- para ofrecerlo a manos llenas.

Pochocha debió tomarse una nueva fotografía, superior a todas las suyas, con un oscuro designio, en una hierática pose de abandono, y Huacho pudo comprarse con sus ahorros un terno azul con listas blancas y una camisa a cuadros, sabiendo que tendría que empeñar todo ese lujo a corto plazo.


Pochocha seguramente espació sus relaciones con hombres que había conocido en la encrucijada del gran mundo (bailes populares, el zoológico, galerías de cine pobre) para dar vida al cálido fantasma irritante de la fidelidad, y Huacho dominaría sus instintos alguna vez, en homenaje a ella, apretando los dientes.
Etc., etc...


Son cosas por las que todos hemos pasado. Pero, a diferencia nuestra, Huacho encontró insuficientes el cuchillo y el árbol. El suyo es un caso excepcional que transforma todas las reglas. Su anonimato me parece injusto.


VI


Un endemoniado es un hombre que rompe la armonía reinante en el medio en que se mueve, imponiendo un punto de vista nuevo a sus vecinos, abriéndoles los ojos desagradablemente. Entre gente común, un tipo excepcional tendrá siempre algo de alevoso; entre gente excepcional, un buen nombre de los más corrientes podrá oficiar de Mefistófeles sin proponérselo, por el solo hecho de actuar con la naturalidad que le cuadra. Huacho y Pochocha tienen algo de genial. Así, a quien ocasionalmente pudo intervenir en su vida a la manera de un accidente peligroso, con sus grandes bigotes en punta y el rabillo del ojo penetrante, le bastó ser un individuo vulgar al que le concederemos, de paso, unas cuantas líneas.


Imaginar una trama complicada para permitirle alzar su capa al viento, deslizarse en una alcoba femenina amparado por las sombras y desatar los lazos del idilio, es rendirle una justicia que, seguramente, no merece. Basta y sobra con un don Juan de barrio dado al tango, ligeramente envilecido, por el tráfico de drogas, con un vendedor de tarjetas pornográficas aficionado al box, algo relajado en sus costumbres eróticas. Todavía esto es mucho decir.


Piénsese más bien, en uno de esos hombres a quienes la experiencia les ha enseñado que todas las mujeres son iguales, en otras palabras, unas grandísimas putas por las que pueden llegar a sentir una simpatía compadrera y, desde luego, toda clase de estremecimientos voluptuosos. Se obtendrá así una imagen del tercero en discordia en la que todos, menos Huacho, podremos reconocernos y en la que infinidad de mujeres, a excepción de Pochocha y sus congéneres, sabrán encontrar cualquier especie de atractivo.

VII


He visto a una familia levantar su casa alrededor de un gran catre de bronce, en un potrero inundado. He aquí un ejemplo de lo que pudo ser la arquitectura en épocas prehistóricas. La humedad del medio en que se movían los constructores de modo aparentemente perezoso, como peces en un acuario, presagiaba el diluvio. Los instrumentos de trabajo y los materiales de construcción eran obsequio del azar. La vida misma allí parecía haber brotado por generación espontánea, del fluido terrestre, bajo una piedra. Algo les sobraba y algo les faltaba al hombre y a la mujer para constituir una pareja estrictamente humana; por de pronto no eran bien parecidos. Ningún ideal de belleza masculina y femenina habría podido amoldar esa materia de gran grueso, demasiado seca. Aunque vestían con extrema pobreza y sin el menor atildamiento, daban la sensación de andar en cueros, en una desnudez invicta, contra la que simplemente chocaban, impotentes para cubrirlas, sus ropas zurcidísimas.


Pensé que Adán y Eva no empezarían de otro modo su nueva vida, a infranqueable distancia del Paraíso. Todo estaba contra ellos. Sin embargo, pudo tratarse de una pareja de enamorados que, envueltos metafóricamente por una nube color de rosa se entregaban a la tarea de construir su nido, confiados y alegres. Nada me impide pensar -aunque mi despecho por María no llegó a desearle el porvenir más negro y mi simpatía por Huacho y Pochocha aumente por momentos- que no hayan formado éstos la laboriosa pareja del terreno baldío. Un hombre capaz de exponer su seguridad personal por un desconocido e incapaz de manejar una bicicleta, cae, tarde o temprano, en el último círculo del infierno para instalar allí un paraíso a su medida. Si a ese mismo hombre lo acompaña una mujer en todo sin exigirle nada, puede dárselo por perdido: su ambición será igual a cero; no tardará en vivir como los lirios del campo en la medida en que ese género de existencia le está permitido a una criatura de carne y hueso. Mejor sería decir como un cerdo en el barro... Pero antes de permitírselo, un resto de lucidez mental lo obligará a probar suerte en cualquier oficio para el que no se necesite nada más que ponerse a la altura de un burro de carga.


En los alrededores de la estación a que he hecho referencia se reúne, entre otros, un grupo humano de los más típicos. A sus miembros, desnudos de la cintura para arriba, se les puede ver la mayor parte del día tendidos en la vereda, con la espalda apoyada en un paredón, frente a sus respectivos carretones de mano, en una ociosidad que los condena a rascarse los muslos y a desplegar los dedos de los pies.


Es una sociedad que acepta en su seno a cualquier tipo capaz de arrastrarse en dos ruedas de su propiedad el primer peso que se le presente, arriesgándose, en ciertos casos, a una muerte miserable.


Los accidentes tienen lugar en los mejores momentos; cuando nuestro hombre viene de bajada, ligero y liviano como un canguro, olvidando, en los brazos de la velocidad, que no puede frenar su carromato ni librarse de éste llegado el peligro. A la cabeza del vehículo, preso entre las varas y el asidero, debe correr su misma suerte como un centauro la de su parte de caballo. Este tipo de cargadores gusta de trabajar colectivamente, en ciegas y sudorosas filas indias para insultar al unísono a los automovilistas. La solidaridad gremial es entre ellos conmovedoramente incorruptible y entristece pensar que desaparecen uno tras otro, día a día, como los especímenes de una especie perseguida por el hombre. Raramente solicitados ya, se lo pasan la mayor parte del día rascándose los muslos y desplegando, en abanico, los dedos de los pies. Huacho debió abandonar esta alegre compañía en procura de un nuevo medio de existencia que condijera con sus años.

Envejecía junto a él envejecía Pochocha de modo más ostensible. La mujer vive menos que el hombre, es lo normal; muere poco después de haber ganado su batalla para no tener que recordarla hasta el olvido. Quiere llevarse con ella lo mejor de sí misma. Valga esta regla general tan llena de excepciones. Conviene que Pochocha se remonte al otro mundo abandonando en éste a un esposo desconsolado. Es improbable que su nombre, tan ordinario como desusado, se lea en una lápida de emergencia. Tardaría allí menos en borrase que en esa inscripción -obra de Huacho- donde aún lo
retienen los colores de un arco iris descascarado y turbio. Por lo demás, ella se habrá sentido en vida predestinada a la fosa común, compensándola de la natural aceptación de este destino la certeza de burlarlo merced a la memoria irreductible de un viejo. Pero vuelvo al relato.


Imagino así la muerte de Pochocha, Año de vacas flacas. La pareja es incapaz ya de tolerar los rigores de la intemperie y, en un esfuerzo superior a sus economías, ha debido trasladarse a una pieza de conventillo, donde se consumen como dos velas frente a un ánima. No hay en esto ningún melodrama, sino un proceso natural que se cumple en medio de una tranquilidad quebrada por la tos.


Estamos en una jaula en que dos viejas catas de amor se despluman sin advertirlo, entretenidas en picotearse la cabeza. Pochocha ya no sale de casa. Está enferma desde hace años a consecuencia de sus trabajos innumerables. Espera, durante el día, a Huacho, sentada hieráticamente en su desdorado lecho de pirinola, las manos entrelazados en el regazo, los ojos fijos en la distancia.


Suelen visitarla algunas vecinas que le inspiran el deseo de reencontrarse a solas con su marido. Sus hijos, si los tiene, y una visitadora social de ocasión.


Hoy sabe que se va a morir y su impaciencia la llega a agitar débilmente. Si el viejo sigue demorándose no tendrá tiempo para pensar sino en él antes de irse. Y eso sería su último cargo de conciencia: desatender a todos esos fantasmas qaue se apersonan, por un instante, reunidos por fin, aglutinados bajo un mismo techo, para reconciliarse a pedido de los moribundos. Ella, como todos, tuvo alguna vez padre, madre, hermanos. Un hombre no tiene el derecho a usurpar el lugar de todos ellos. La aqueja una suerte de celos por ese espacio vacío -¿cómo era la ciudad?- que atraviesa un vendedor de flores en dirección a ella. ¡Pobre Huacho! Va a seguir viviendo; la traicionará hasta ese punto por el placer de arrastrar los pies; tomar el sol en la ventana y visitar a las amistades que le quedan, tantas como los dedos de una mano. Y, lo peor, no estará ella allí para...


¿Qué?
Piensa si le dirá o no que de esa noche no pasa. Se siente mejor. Le duele todo el cuerpo, pero en lugar de padecer el dolor, lo recuerda.


Puede que mañana, en realidad, sigue viva, y sería tonto romper el encanto de esta última entrevista. Hablarán de todo, de nada. Va a regañarlo por su atraso. Se dormirán a un tiempo mancornados castamente en un abrazo frágil y seco. Y se despierta, despierta.


Pero le va a pedir algo. Cualquier cosa. Quiere de pronto que se le haga una atención definitiva. Tiene hambre. Un hambre entusiasta, fruto de todas las veces que la ha padecido. Cree tener un hambre de días y no puede morirse sin saciarla. Caprichos de vieja, saldos de estoicos embarazos. En un rincón de la pieza se aherrumbra una cocinilla para los casos extremos: suelen cortarles la vianda. Huacho tiene una mano de monja. Habría podido hacer carrera en cualquier bodegón. Todos los elementos indispensables brillan, es claro, por su ausencia. Pero, si mal no recuerda, por ahí cerca hay un almacén y se niega a creer que pueda estar cerrado, ahora para ellos. En cuanto a los pesos, confía en su marido. Suele traer algunos entre el desecho de las flores del fondo de la canasta; y hoy sí que la haría de oro entre el desecho en caso de haberle ido, como siempre, mal en el negocio. Comerán cazuela.


¡Cazuela!
Lentamente entra el viejo a su cubículo precedido por los pasos que le adivina el oído finísimo de Pochocha. El frotamiento de sus grandes pies en los adoquines. Tare su mercancía intacta como una ofrenda funeraria. Pero la mujer ve, cree ver en esto algo parecido al gesto galante de un
novio que acude a una cita amorosa con un gran ramo de flores bajo el brazo. Ha olvidado que en los malos días Huacho se demora en la trastienda de un bodeguero que lo emborracha por piedad, gratuitamente. Ahora, la vida le sonríe a la débil anciana con una sonrisa definitiva, de calavera. Y es posible que abra los brazos extendiéndoselos a su compañero como en los buenos tiempos inmemoriales.


Idílico es también para ella el gesto con que Huacho arroja la canasta al suelo y se precipita como para abrazarla, a trastabillones. En realidad el viejo no atina a nada. Lo agita -lo paraliza- ese miedo infantil por lo desconocido. El agobio del adulto ante lo inevitable: el anonadamiento de la ancianidad llegado el cumplimiento de todos sus plazos.


Pero Pochocha ha retomado por fin el hilo de un romance que se reanuda febrilmente en un rescoldo de palabras entrecortadas. Habla sin ton ni son, en ese lenguaje afiligranado lleno de sub y malentendidos que burbujea, hierve y se volatiliza al calor de íntimas reconciliaciones, como un cocimiento de pompas de jabón.


Luego, embarazada por un silencio que no encuentra va por dónde romperse, vuelve a su idea luminosa. A su capricho.
En medio de la pieza Huacho es un viejo moscardón aturdido que gira en redondo desplomándose, sin saber cómo salir de cualquier parte para entrar a cualquier otra. Se aferra a la primera ocurrencia que se le ofrece y todo su problema se concentra, por un momento, en la preparación efectiva de esa absurda cazuela. No piensa -es incapaz de ello- en recurrir a nadie más idóneo que un almacenero inabordable pasada la medianoche. Su protector duerme en lo alto de una casa hermética, muy lejos de allí; pero tendrá que llegar a él y arrancarle un último servicio. Cueste lo que costare. Cuando Pochocha pierde en su oído los pasos casi livianos de Huacho
-el tropezar- de sus grandes pies en los adoquines-, comprende que ha cometido el error más grande de su vida. Ve en todas partes platos sucios, a medio comer, que se acercan y se alejan de ella, por sí solos, con violencia. En el vacío en que desvaría todo adquiere la blandura de alimentos corrompidos, las sábanas hieden. La tierra misma se licúa, grasa, aceitosa y pútrida, las manos cucharean, el cuerpo es todo boca. Y Huacho... un punto a la distancia. Un punto muerto.

Lo llama sin voz. El catre de pirinola empieza a bambolearse, desatracado, como si se lo llevara la corriente. Ella se alza en un espasmo. Va a caer al suelo, pero ya no lo sabe. Está a salvo de todo peligro.


FIN




miércoles, 13 de mayo de 2009

ENRIQUE LIHN /. PEDRO LASTRA SEÑALEZ DE RUTA DE JUAN LUIS MARTINEZ

5/13/2009 11:09:00 p. m.

..... La nueva novela, libro inabordable para las empresas editoriales chilenas, fue publicado por su autor en 1977, después de larga sedimentación. Sin ser un objeto de lujo, en la medida en que sigue siendo un libro, se resiste sin embargo y por todos los medios técnicos y formales a una definición genérica. La nueva novela y La poesía chilena (1978) -obra ésta que prescinde ya de los caracteres atribuidos a y esperables de un libro- son las partes salientes del iceberg impredecible que es el trabajo inédito de Juan Luis Martínez, poeta de Valparaíso nacido en 1942: el decano de los poetas jóvenes y no reconocido mentor y orientador de estos sondeos de la nueva ruptura, instancia que Eduardo Llanos reconoce como Neovanguardia, atendiendo a sus tácticas de ocupación de la escena; pero el caso de Juan Luis Martínez es incompatible con esa conducta extrovertida: la suya es más bien la de un "sujeto cero" que se hace presente en su desaparición, y que declara e inventa sus fuentes, borgeanamente.

..... El sistema de citas y referencias de Juan Luis Martinez no es sólo lingüístico sino semiológico en un sentido amplio; abundan entre ellas las que provienen de la fotografía, de la gráfica propia y ajena, del diseño anónimo con fines didácticos, de la iconografía popular de personajes célebres, etc.

..... Todo libro es temporal, en la medida en que lo datan sus referentes culturales, y es durable mientras lo actualicen las lecturas sucesivas. Nos parece que La nueva novela es el proyecto utópico de escapar a la temporalidad, manipulando esos referentes de las maneras más contradictorias, entre las cuales anotamos:
- la declaración de referentes canónicos, hiperreconocidos;
- el elitismo y la sofisticación de otros;
- el pasaje por las culturas y por las épocas;
- el emplazamiento del sujeto de los textos en el centro móvil de una circunsferencia -el libro- de gran amplitud de radios. Las coordenadas también son móviles. Resultado: la imposibilidad de precisar el punto de intersección de las líneas que constituyen esa trama.

..... La amplitud y complejidad de las referencialidades produce la reducción voluntaria del corpus de lectores, destinados a integrar un tipo de cofradía como la de los abios de Tlön, que repiten su identidad de generación en generación.

..... La producción de dicho tipo de lectores forma parte de este imposible designio de escapar a las lecturas distanciadas que pueden sorprender la temporalidad a la que el libro se niega, acentuándose en su calidad de generador de espejismos. Si la cofradía de lectores producida por el tejido que es La nueva novela se repite a sí misma en el tiempo, se congela la temporalidad del libro. Pero también podría ser que el autor apelara a un lector histórico, atento a los índices temporales, confundiéndolo con trucos de prestidigitador, bombardeándolo con efectos de intemporalidad, forzándolo a reajustar sus fechas una y otra vez.

..... Quienes descreemos de la eternidad -nos contamos entre ellos- tendríamos que trabajar arduamente para contextualizar y temporalizar La nueva novela. Nos limitaremos sólo a ciertas sugerencias.

..... Parece indudable que las lecturas y saberes de los que se alimenta Juan Luis Martínez se extienden a todos los campos en los que el lenguaje fragiliza los criterios de verdad y de realidad, por encima de la presunción de verosimilitud. "No es su verdad sino su aire de verdad lo que constituye el valor de ciertas obras de arte" (M. Riffaterre): Esto -que es demasiado obvio en lo que concierne a algunos falsos silogismos, herencia de la antipoesía inglesa de la que se derivaron productos irregulares en la poesía surrealista- accede a la mayor sutileza cuando J.L.M. responde como un arquero afgano ante su presa vertiginosa y da justo en el jabalí. Es entonces cuando "construye un mundo coherente a partir de NADA, sabiendo que: YO = TU y que TODO es POSIBLE" (p. 33).

..... Dos o tres poemas sobre desapariciones, dispersos en distintas secciones del libro, pero que remiten unos a otros, son el tema de lo que sigue:

..... "La desaparición de una familia", que adelanta en la página 121 del libro tres notas y la promesa de un epígrafe, emerge varias páginas después desde un apartado que cumple la promesa del "Epígrafe para un libro condenado: La política", en la ironía cortante de Francis Picabia: "El padre y la madre no tienen el derecho de la muerte sobre sus hijos, pero la Patria, nuestra segunda madre, puede inmolarlos para la inmensa gloria de los hombres políticos" (p. 135).

..... Existiría una relación de suplemento entre el texto y el epígrafe en el sentido derridiano: el epígrafe es lo que le sobra y le falta al texto. Picabia se refiere a la Patria como madre inmoladora, imagen que desaparece en el poema y es conmutada por la casa. "La desaparición de una familia" hace de la casa lo que Picabia hace de la Patria, otorgándole un derecho amuerte que, en terminos fotográficos, acercaría el negativo a lo real más que el revelado. Todas las características que hacen de la casa un lugar cerrado, acotado y protector, y los trayectos rituales de sus moradores, se espectralizan guardando sus formas. La casa es el mundo como lugar abierto, desprotegido y amenazante, que en lugar de sustraer de los peligros de la existencia los condensa y los especializa, señalándole a cada uno el modo y el lugar específicos de su desaparición.

..... Para mayor abundancia, digamos que la inestabilidad de las señales de ruta ( que se borran, se olvidan, se confunden, no se oyen, siendo que en una casa esas señales forman parte de un código arquitectónico) la desconstruyen conservándola fantasmáticamente intacta.

..... Las impresiones que estamos reuniendo se confirman por las dos voces que se leen -sin producir ningún efecto de oralidad- como textos de un "estilo fantasmal": funcionalmente anacrónicos. La primera vez es como la de un narrador omnisciente de una novela tradicional; la segunda materializa la figura del padre, cuyo registro verbal combina el tono didáctico, asertivo, de mentor y guía, con la inutilidad de un saber paradójico que no resuelve nada (todos desaparecen a pesar de sus advertencias).

..... El efecto de desaparición recorre el poema temática y estilísticamente. En este último nivel, la textura marmórea y sin relieve de la "escritura que habla" refuerza ese efecto.

..... Nos parece que una de las felicidades de este poema disforico proviene de la energía de "bricoleur" de su autor, experto en el arte combinatoria y en la frecuentación submarina de als escrituras con-sagradas y de las lietarturas sumergidas. En el teatro de sombras que es esta casa se entrevén las presencias de Dante, Lewis Carrol, Jean Tardieu, N. Parra. J. Cortazar, los surrealistas, los filósofos del lenguaje y, sin duda, otras que se nos escapan.

..... Esto en lo que se refiere a los autores de occidente, que aportan sus índices de familiaridad; pero parece obvio que el norte de Martínez es el oriente, no sólo por las paráfrasis y citas falsas o verdaderas del budismo Zen, sino por la aplicación de lo que Fenollosa consideraba el método científico de la poesía y del sistema ideográfico de los chinos, por oposición a las abstracciones del pensamiento occidental. El trabajo de J. L. M. está animado por una noción de la "ciencia oriental" que redunda en su forma de hacer poesía occidental: la "nosimismidad" ensimismada del sujeto que habla, que proviene de la oposición "sí mismo"/"no sí mismo". Buda opone la ilusión de la individualidad -el sí mismo, condenada a percibir ilusoriamente el mundo- al no sí mismo como una manera de acceder a la iluminación o a la verdadera sabiduría (en un comentario de esta doctrina se lee que "mientras hay luces y sombras, el principio de la individualidad nos abruma"). De aquí el efecto de transtemporalidad que produce la escritura de J. L. M.: la tentación de lo innombrale, la conciencia de las polaridades, el simultaneísmo de los opuestos, el desasimiento emotivo, la escenificación de la coexistencia de los tiempos como enseña el Avatamsaka (ilustrada en "La casa del aliento").

..... La propuesta de Martínez es la de una autoría transindividual, que quiere superar desde el oriente la noción de intertextualidad según se ha entendido en occidente, donde los textos de base están presentes en las transformaciones del texto que los reprocesa; pero en Martínez ella parece resolverse en la negación de la existencia de las individualidades en la literatura, al hacer fluir bajo nombres distintos una misma corriente, que es y no es él. Recuérdese una frase clave de "Observaciones sobre el lenguaje de los pájaros": "...la eternidad incesantemente recompuesta de un jeroglífico perfecto, en el que el hombre jugaría a revelarse y a esconderse a sí mismo..." (p. 126).

..... Esa frase pertenece a la nota 5 del apartado "Notas y referencias", que tiene por objeto comentar el poema "Observaciones relacionadas con la exhuberante actividad de la 'confabulación fonética' o 'lenguaje de los pájaros' en las obras de J.P. Brisset, R. Roussel, M. Duchamp y otros".

..... En la tesitura del mismo "método científico de la poesía", que hace irrisión de los métodos descriptivos de la ciencia occidental, se elabora una teoría de la comunicación que se pone en duda a sí misma y que socava todo intento de hacer comunicable esa teoría (nos gustaría recordar al lector, en este punto, los versos de Martín Adán que socaban a su vez la comunicabilidad de la poesía: "Poesía se está de fuera: / Poesía es una quimera / Que oye ya a la vez y al dios. / Poesía no dice nada: / Poesía se está callada, / Escuchando a su propia voz". La piedra absoluta.

..... Si tuiviéramos que racionalizar el poema de Martínez, diríamos que el ardid del texto consiste en el empleo de las nociones de lenguaje y de signo retirándole al lenguaje su dimensión semántica y, consecuentemente, al signo uno de sus dos elementos constitutivos: el significado. La transparencia de los signos, dicha en el poema, alude al hecho de que el significante no cubra ningún significado. Recuérdese que la metáfora de F. de Saussure para referirse a los dos constituyentes del signo (significante y significado) es la del anverso y el reverso de una misma lámina. El signo al que se refiere J.L Martínez es un anverso que carece de reverso, y el "lenguaje vacío" es un lenguaje asemántico. Adviértase la complementación contradictoria entre la inanidad del "canto de los pájaros" con la descripción de un lenguaje como sistema cerrado, coherente: malla que es transparente porque carece de significado, pero que es irrompible porque tiene las propiedades de un sistema.

..... Entendemos este poema como una poética referida a todas las artes cuyo lenguaje no es literalmente descifrable: la pintura, la música, la poesía misma, pues lo que dice el poema está en lo que convoca el lenguaje (discurso retórico) y no en su lectura referencial. El poema es una confabulación en la que el lenguaje de la ciencia occidental, oblícuamente empleado, se entreteje con ese orientalismo que hemos mencionado, en un juego de efecto humorístico que explora subliminalmente su problema: decir y no decir. Ante los reclamos de un discípulo de Buda que ha recibido de él las escrituras en unos ejemplares en blanco, Buda responde: "No es necesario que grites. Esos rollos en blanco son las verdaderas escrituras, pero como veo que sois demasiado ignorantes, no habrá más remedio que escribir algo en ellos" (cf. Mariano Antolín y Alfredo Embid, Introducción al budismo Zen: Enseñanzas y textos, Barcelona, Barral Editores, 1974, p. 30. Del mismo libro proceden todas las citas que hemos coleccionado y que agotan nuestro conocimiento del tema).


martes, 12 de mayo de 2009

LA PROBABLE E IMPROBABLE DESAPARICIÓN DE UN GATO POR EXTRAVIO DE SU PROPIA PORCELANA

5/12/2009 11:39:00 p. m.

LA PROBABLE E IMPROBABLE DESAPARICIÓN DE UN
GATO POR EXTRAVIO DE SU PROPIA PORCELANA
a R.I.*

Ubicado sobre la repisa de la habitación
el gato no tiene ni ha tenido otra tarea
que vigilar día y noche su propia porcelana.

El gato supone que su imagen fue atrapada
y no le importa si por Neurosis o Esquizofrenia
observado desde la porcelana el mundo sólo sea
una Pequeña Cosmogonía de representaciones malignas
y el Sentido de la Vida se encuentre reducido ahora
a vigilar día y noche la propia porcelana.

A través de su gato
la porcelana observa y vigila también
el inmaculado color blanco de sí misma,
sabiendo que para él ese color es el símbolo pavoroso
de infinitas reencarnaciones futuras.

Pero la porcelana piensa lo que el gato no piensa
y cree que pudiendo haber atrapado también en ella
la imagen de una Virgen o la imagen de un Buddha
fue ella atrapada por la forma de un gato.

En tanto el gato piensa que si él y la porcelana
no se hubieran atrapado simultáneamente
él no tendría que vigilarla ahora
y ella creería ser La Virgen en la imagen de La Virgen
o alcanzar el Nirvana en la imagen del Buddha.

Y es así como gato y porcelana
se vigilan el uno al otro desde hace mucho tiempo
sabiendo que bastaría la distracción más mínima
para que desaparecieran habitación, repisa, gato y porcelana.


* (La casa de R.I. en Chartres de Francia, tiene las paredes, cielo raso, piso
y muebles cubiertos con fragmentos de porcelana rota).






lunes, 11 de mayo de 2009

Semblanzas Profundas: Recordando a Mahfúd Massís

5/11/2009 06:06:00 a. m.

mahfud.JPG

Semblanzas Profundas: Recordando a Mahfúd Massís

Entonces espantaos, queridos burgueses: un día el arte no será ya necesario señalo profético el Poeta nacional Mahfúd Massís; simbolista, esperpéntico, Rokhiano constructor de letrados Apocalipsis. Massís nació el año 1916 en Iquique.

De origen árabe, de padre palestino y madre libanesa, su obra y vida, enraíza la visión occidental y el mundo de oriente sin dilaciones, sin prejuicios, nutriendo el arte con una discursividad multicultural.

La cosmogonía de espectros poetizados, construye realidades que se hilvanan con la potencia del lirismo, la musicalidad y la imagen grotesca como en un bello cuadro de Rubens.

“Soy Mahfúd Massís, el Esclavo,
el heresiarca de piel negra,
el loco, el desertor, el papanatas helado bajo la nieve.
Escondo mis dientes de cabro, mi cola de rey babilónico,
mientras camino por la ciudad, junto al angosto río.
Entre lívido aceite, mi vieja sombra atrabiliaria
atraviesa las ciénagas,
ladrando a la majestad lunar
con su obscura casaca de muerto”.

(Fragmento. Poema 3 de Elegía bajo la tierra...)


Plagado de barroquismo carnavalesco, el carácter Rabelesiano no consume y agota la obra de Massís, este no vacila y sucumbe ante lo culterano, sepultando lo social. Cruzado por una ambivalencia ética y estética, el escritor supo equilibrar, su quehacer, prueba de ello es su labor como director de la revista Polémica.

El nombre deja establecido de antemano la línea editorial de la publicación. De formato breve, sus páginas eran tributarias de artículos relativos a la contingencia política y cultural. Sociedad y ámbito literario por delante. Preocupaciones que siempre estuvieron sin tapujos, asentados en la intelectualidad que promulgaba Massis. Mente comprometida hasta la medula, visión fuerte, crítica y sin concesiones.

Algunas líneas de su prosa dura pero veraz

Es una gran desgracia que ciertas ideas no puedan reducirse a vulgares hechos de policía para encerrar a su autor en el panóptico de los delincuentes comunes, o arrastrarlo hasta el banquillo por el delito de genocidio intelectual (…) Maldición bíblica para quien exprime en sus bocas el zumo de la vid envenenada, para el negrero que impulsa la prostitución y la muerte construyendo conventillos o incita al crimen, levantando presidios, en lugar de edificios escolares. (De Asesinos de la opinión pública)

polemica.JPG En Polémica, muchos genios plasmaron su inquietud, los nombres saltan con prominencia de las páginas por ser legendarios en nuestro devenir cultural: : Carlos de Rokha, Julio Tagle, Raquel Jodorowsky, Olga Acevedo, Luisa Anabalón Sanderson mejor conocida como Winett de Rokha, Teófilo Cid y el amigo piedra, Pablo de Rokha. La relación con este último no fue sólo de amistad y laboral, Massís estuvo casado con Lukó de Rokha, pintora destacadísima, recientemente fallecida e hija del gran poeta de Licantén.

LUKÓ: En este gran drama gregario de la vida,
cuando el espanto deposita en mi corazón su huevo obscuro,
levanto los ojos hacia ti,
como una bestia que busca algo
por encima de su condición, flor extranjera.
En este mundo solitario por el
que andamos, caminas junto a
mi por un favor de los dioses
y te seguirá mi pisada negra,
ineluctablemente, aún más allá del
Gran Pantano.


Importante miembro del clan, la obra de Massís maduró al interior de la Editorial llamada Multitud, y en innumerables ocasiones la pluma debió ser defensora de esa estirpe de artistas malditos y denostados por un país que tiende al silencio sepulcral y proselitismo literario. Massís a punto de retornar a su hogar, luego de un largo exilio, falleció en Venezuela, el año 1990.

Oficiando como agregado cultural en la tierra de Bolívar, le fue dada a conocer, la noticia de su exoneración e imposibilidad de retorno. Desde aquella patria adoptiva difundió el arte nacional y denunció como en los tiempos de Polémica, los abusos en contra de sus pares. Lo cual demuestra como en todo su crear, ya sea cultural o político, hay algo de aleccionador, de apelativo y remecedor de consciencias. Sin el burdo tamiz panfletario, Massís reconoce su actitud general contra lo establecido y el deseo de crear un libro que sirviese de bandera a su pueblo. Atravesado por el fracaso y el sino maldito de la humanidad que decae en pasión inútil y fragmentada, añade. (…)Mas sólo fui capaz de producir fragmentos salobres cargados de mi propia humanidad despedazada

Piezas que podemos reconocer desde 1942 cuando publicó Las bestias del duelo y Ojo de tormenta. Luego vendría Los sueños de Caín (Cuentos, 1953), con el obtuvo el Premio Renovación de Ministerio de Educación Pública de Chile ese mismo año prolífico para su carrera fue favorecido con el Premio de la Sociedad de Escritores de Chile por su ensayo Walt Whitman, el visionario de Long Island.

El cristo de las ratones

En esta piel salvaje de llama y rocío,
de arsénico y perros de Pomeriana,
esta cabeza doliente, oscurecida por la niebla,
es la testa del Rey de los Judíos.
Desde el costado, una piedra escarlata
invade el aire fúnebre del ropero,
la noche húmeda, la noche en que caí en Versalles,
en el fondo de esta estancia como la oreja de un muerto.
Cristo pálido, pudriéndote en la alcoba,
Cristo con el espinazo quebrado,
las ratas te roen con sus verdes espadas,
con sus guadañas de ancestrales tribus.
En el desván, tus huesos desparramados,
tus muslos recogidos como el topacio oscuro,
entre frascos de creta y belladona.
Eres la increíble señal, el duelo irreconocible de los mundos,
Soy una rata más sobre tus tristes ojos,
sobre tu lengua empapada en vinagre ;
rompe por una vez tu orfebrería negra, corre al monte,
y al ácido bagual derriba entre tus patas.
Cristo de la Ratones, Cristo sangriento de la terrible capa,
desciende sobre este fariseo, bebe conmigo una alegre copa,
la copa que romperán mañana tus arcabuces,
esta copa amarilla
en la que bebo hace cuarenta años.


También debemos mencionar Elegía bajo la tierra (1955); Sonatas del gallo negro (1958); El libro de los astros apagados (1965), que obtuvo el Premio Alerce en 1964; Las leyendas del Cristo negro (1967); Testamento sobre la piedra (1971); Llanto del exiliado (1986); Este modo de morir (1988); Antología: poemas (1942-1988) publicado por la Editorial Venezolana Dialit (1990) y Papeles quemados (2001), publicado póstumamente.

Una basta producción literaria que abarcó, fundamentalmente, la poesía y el ensayo crítico, al respecto el investigador literario Nain Nomez, señala “La obra poética de Massis se desarrolla desde una raigambre existencial que privilegia temas relacionados con la muerte, el horror y la angustia, a partir de imágenes y símbolos que aluden a la oscuridad y lo demoníaco. Vinculado a una clara estirpe simbolista, sus metáforas se remontan a los pensadores presocráticos, al Libro de los muertos y a la voz profética de poetas mesiánicos como Dante, Hölderlin, Poe, Rimbaud y Kafka. Retornan también en su obra, los orígenes orientales, palestinos y libaneses, reproducidos en la violencia de las imágenes, la profusión de seres milenarios que atraviesan sus poemas y las reminiscencias ditirámbicas de su verbo. La muerte es el eje del tono angustioso de sus textos”.

Sobre su trabajo el jurista y poeta venezolano, Marco Ramírez Murzi, considerado uno de los grandes de ese país, agrega en el prologo de la antología publicada en 1990 Su poesía, que se levanta ante nosotros como una mano destructora, no es más que una Firme actitud reivindicadora de los principios esenciales del ser humano.

Dejando en claro la figuración trascendente y cósmica que hace el poeta al detallar el caos y la ruinosa condición del ser.

Mahfúd Massís gran escritor nacional que nunca debemos olvidar por la maravilla de sus metáforas y la lucidez crítica de su afilado verbo. Por ello a él este reconocimiento, pues su nombre corona esta segunda temporada de Semblanzas Profundas que cumple con esta nota, 24 ediciones y seis meses de trabajo ininterrumpido en la difusión Literaria y que mejor conclusión, que un fragmento de Palabras en el Muro, prólogo que Massís nos legó, en su libro, Elegía bajo la tierra

Autor: Daniel Rojas Pachas

Publicado en: Cinosargo.

Palabras en el Muro

Cuando el ángel terrible embiste al poeta con su cornamenta obscura, entre la yedra y la sangre, asoma un rostro de asesino pálido, que aplica a la obra de arte su melancólico ojo de vidrio.

Al anochecer se cubre la calva; sueña con los ejemplos “olvidados” del arte de antaño y tiembla su diminuto corazón entre la manada de críticos literarios, ultramontanos y feroces.

!Animales de sangre fría! En su lecho de condenados tosen y espectoran, como muertos a quienes se olvidó enterrar, lampiños e inconclusos, pero severos, como empresarios funerales.

Apiadaos entonces del poeta, “del desarreglo de sus sentidos” (que no es sino una nueva organización de los sentidos), que preconizara un día aquel fascinante piojoso de Las Ardennas, al que nunca pudieron perdonar esos bribones!


Para un mayor conocimiento de las obra del escritor Mahfúd Massís visitar este vínculo.

Visite: http://derokha.blogspot.com/

domingo, 10 de mayo de 2009

Definición de un poeta

5/10/2009 08:47:00 a. m.


Definición de un poeta
Por Enrique Lihn

Anales de la Universidad de Chile, Enero- Marzo de 1966


La última vez que visité al poeta Eduardo Anguita, lo encontré abatido, al parecer definitivamente, por una neurosis que, reforzando su sentido del humor, no le ha quitado para nada su apetito metafísico.

—He dejado que la palabra se estagnara en mí —reflexionó con repentina solemnidad. Uno no cuenta. Lo siento por la palabra. Su maestro había dicho en 1916, desde el punto de vista de un "San Juan de la Cruz al revés"(1): "El poeta es un pequeño dios"(2), presunción difícil de confirmar en la mayoría de los casos, pero que, en suma, no hace más que abreviar, y bien, antiguas concepciones del fenómeno poético, antiguas ya en el siglo xviii cuando Shaftesbury, por ejemplo, escribía: "La oposición entre Dios y el hombre desaparece si pensamos al hombre, no sólo por su existencia de criatura sino por la fuerza íntima, radical y formadora que le es propia, si le estudiamos como creador"(3). "El segundo creador bajo Júpiter". Supongo que un católico ferviente, al admitir entre sus creencias la del "poder de las palabras", debe luchar, en el desierto, contra la tentación de codearse con Dios e incurrir así en una identidad mental, falacia de heresiarcas. Si se admite la enormidad de que en el principio fue el verbo, el correctivo de la sensatez estará en la humildad instrumental: sentirse un vehículo de la palabra dejado de la mano de Dios en un lecho de enfermo a vez real e imaginario.

Hay otro modo de ignorar el modesto pero profundo interés que ofrece la poesía que me resulta aún más irritante que el trascendentalismo de quienes sitúan dicho interés en las abisales profundidades pascalianas. Pseudojóvenes que quisieran parecerse exactamente a Los Beatles, se declaran contra los peligros de una oscuridad presunta, y desearían que todo fuera tan claro en poesía como para cantarlo con acompañamiento de guitarra. Sea usted claro y sencillo, fue alguna vez la fórmula de la poesía partidista. Ahora se trataría, además, de caerle simpático al auditorio, y, si es posible, de hacerlo bailar palabras para canciones, casi tangos, pseudocuecas, semiboleros.

Obvio es decir que siempre ha habido una falsa oscuridad poética, la que mi amigo Nicanor Parra llama "retórica de monaguillos" y contra la cual sus "poetas de la claridad", él en una palabra, han levantado la antipoesía, es decir, una poesía genuina que, cuanto tal, ciertamente, suele ser "más retorcida que una óreja", necesariamente oscura, difícil de penetrar(4). Así, los mallanmes chilenos de cuarta categoría se han quedado con las máscaras en las manos y el expendio de "metaforones" clausurado per sécula. Otro tanto les ocurrirá a los Aznavour o a los que no cuenten a Francois Villon entre sus ancestros, ni tengan pasta de trovadores legítimos. Desde hace algunos años prende la opinión entre los poetas menores que juegan a ser distintos de nuestros "poetas de grandes dimensiones", como llamó alguien (5) a De Rokha, la Mistral, Neruda y Huidobro, de que la poesía —pequeño mundo mágico— tendría que ser, a juzgar por sus producciones, una historia narrada por un idiota, pero convenientemente despojada del sonido y la furia. Así se han escrito muchos libros inútiles: diarios de vida de colegiales aficionados a la cerveza, recuerdos de provincia, poemas para álbumes, conversaciones con amables fantasmas que, demasiado habituados a la vida de ultratumba, no tienen, finalmente, nada que decir.

El número de los "poetas de grandes dimensiones" aumenta, con todo, por encima de los nuevos "perláticos" (6).

La generación del año treinta y ocho, para presentar un solo corte transversal de la poesía chilena, ha puesto sobre la mesa sus cartas definitivas. Repito el nombre de Nicanor Parra, y están Gonzalo Rojas, Braulio Arenas, Eduardo Anguita. Todos ellos —y otros que habría que situar en el panorama— han tenido, incluso, el valor de sus equivocaciones, y no se han propuesto, al escribir poesía, dírigir, en los estribillos, un coro de lectores en vacaciones.

En el mismo orden de observaciones, creo que la idea de salvar a la poesía, idea bien intencionada, de misionero evangélico; que, por lo demás, suele exponerse de modo brillante y convincente (7) tiene algo que repugna al espíritu de la poesía o lo perturba como una mala conciencia.

El supuesto de esta "operación salvataje" está en que -lo probaría la indiferencia pública, la escasez de la demanda— se trata de un producto manufacturado, de uso excéntrico, en suma, falta de utilidad.

Esta anciana decrépita que alguna vez enardeció secretamente a una corte de lúcidos alquimistas verbales, o que tuvo por partenaire a un adolescente genial cuya superioridad consistió en no tener corazón, tendría que trepar ahora, so pena de caer en el olvido universal, no sólo ya al púlpito o al estrado, sino al primer escenario que se le ponga por delante. Y ello previas odiosas operaciones de cirugía estética. El ocaso de una vida o Qué será de baby Jane. Sustitución de la muerte propia, angélica, heroica o poética, por un lacrimógeno final, en la enervante acepción de la palabra, y triste hasta la náusea.

Pero, ¿no serán viejos de nacimiento quienes, por el contrario, confunden la juventud con el éxito y el éxito con el consumo multitudinario?

En cincuenta años el mundo ha avanzado mil y retrocedido por una parte otros tantos por la otra. Hay quienes, frente a los progresos de la cibernética o de la astronáutica —fuentes, por lo demás, para ellos, de una inspiración melancólica—, neorrománticos de chaleco, intimistas y fantasistas, prefieren el refugio de la aldea; en la medida, no obstante, en que creen estar garantizados, por obra de una encubierta erudición literaria lo suficientemente exquisita y gracias a una publicidad adecuada, contra el peligro de integrar la cohorte de sus protegidos: los poetas olvidados, vale decir, genuinamente provincianos.

Este falso provincianismo de intención supralocal, desprovisto de una ingenuidad que lo justifique históricamente, quiere reivindicar una poesía que naturalmente no tiene ya nada que decir, en nombre de otra, artificiosa, cuyo supuesto y cuya falacia estriban en que, ante un mundo moderno de una complejidad creciente, desmesurado en todos sentidos y en tan grande medida peligroso, la actitud poética razonable estaría en restituirse a la Arcadia perdida, pasando, en un amable silencio, escéptico, minimizador, los motivos inquietantes de toda índole que acosan al escritor actual abierto al mundo y oponiéndole a éste un pequeño mundo encantatorio, falso de falsedad absoluta, con sus gallinas, sus gansos y sus hortalizas.

Paradójicamente, quienes propician este tipo de escapismo juvenilista, peste de cristal de la poesía joven (incomparable, desde luego, con la fuga del surrealismo criollo de las convenciones de lo real), en lugar de rehusarse a pactar con el mundo de los adultos, pretenden halagarlo y adquirir en él una buena reputación, socializando la poesía al nivel de un espectáculo para mayores y menores de quince años.

Suponer que la poesía está en el trance de morir de inanición porque el poeta no encuentra, inmediatamente, un buen número de lectores a su disposición, no sólo constituye una falacia respecto de la poesía moderna desde Baudelaire a nuestros días, es también un pobre y triste desafío a la memoria de las figuras genuinas y literariamente incuestionables que dominan ese panorama, por encima de promociones ulteriores y de personajes secundarios, algunos de los cuales alcanzaron a gozar, ellos sí, del favor público.

A pesar suyo Baudelaire, conscientemente Mallarmé, Rimbaud con furor suicida, tuvieron el orgullo, la pasión o la desesperación de osarlo todo en poesía, desarrollando sus investigaciones en esta materia, hasta las que fueron, para ellos, consecuencias extremas.

Si en lugar de esto hubiesen ensayado fórmulas de conciliación entre el poeta y el público, es bien probable que la poesía fuera hoy en día un género verdaderamente muerto, algo menos aun que un "cadáver exquisito", no mutante, incapaz de responder a los impulsos vitales de diversificación ilimitada que esos creadores le imprimieron. También para ellos, y por el mismo motivo, la poesía podía estar amenazada de muerte: la primera edición de Las Flores del Mal no agotó sus mil ejemplares, y —me lo aseguró un poeta italiano— hasta no hace mucho era posible encontrar, en las "librerías de viejo" europeas, primeras ediciones de Mallarmé. Este último, junto con Rimbaud —escribe Hugo Friedich— "no han llegado a ser asimilados por un vasto público, ni siquiera hoy que tanto se escribe sobre ellos". Y agrega de un modo a la par cuestionable y atendible: "Esa calidad de no asimilables es una característica de los autores más modernos"(8).

Cierto es que Whitman recorrió los pueblos estadounidenses a la búsqueda de escurridizos lectores: pero su verdad, la que juzgaba imperioso inculcarles en calidad de predicador viajero, no era de orden literario sino humanístico-religiosa, y su poesía representaba para él un órgano de expresión de dicha verdad.

El surrealismo hizo lo suyo en el orden de una impopularidad feroz, premeditada, cuyos motivos sociohistórico-culturales no necesitan ya de nuevas aclaraciones, sino que exigen, por el contrario, así ocurre en el plano mundial, una comprensión desde adentro, en un sentido distinto, creadora, lúcida. "Es una aberración monstruosa —debía afirmar André Bretón— hacer creer a los hombres que el lenguaje ha nacido para facilitar sus relaciones mutuas". Pues la poesía de "la subjetividad inmediata" que de tal modo repugna a Georg Lukacs, el magistral e imperturbable teórico de la literatura "como reflejo artístico de la realidad objetiva", antes que una "ideología burguesa de la decadencia" coludida con "la locura antisocial", fue acaso la única respuesta posible, semejante a la descarga de un organismo enfermo, a la locura antisocial burguesa encubierta por el lenguaje o el sistema de valores del filisteísmo, que desencadenó la primera guerra mundial y preparó la segunda. Literatura de exorcismo, pero también exigencia de una nueva objetividad de la que fueron brújulas orientadoras el marxismo y el psicoanálisis, de una moral nueva.

Bajo un signo histórico que sutil, conflictiva o brutalmente se perpetúa, no puede afirmarse drásticamente que haya caducado la desconfianza de lo real, y, desde este punto de vista, "el valor de una obra —como quería Reverdy— sigue estando en razón del contacto patético del poeta con su destino", en el entendido de la indisociabilidad entre el destino individual y social. Pues está bien claro ya para todos que, aun por debajo de la "subjetividad inmediata", al nivel de la sicología abisal o de la sicopatología, un solo "Aullido", producto poético o no de "un largo, paciente y razonado desarreglo de todos los sentidos", o expresión, simplemente, de la asfixia, viene a denunciar una falla de la organización entera. Y quizá uno de los roles sustanciales de la poesía como disciplina o técnica de la expresión sea el de tomarse la libertad de dar forma a esos dolores —ofensivos o incomprensibles para las medianías— que una sociedad nueva debe extirpar de su seno, so pena de aparentar una salud íntimamente comprometida.

Del simbolismo, pasando por el surrealismo, hasta una aproximación de lo que podría ser la auténtica poesía actual... está claro que no tengo la descabellada idea de historiar la poesía moderna. Señalo, únicamente, ciertos hitos que me interesan, por encima de grandes lagunas, y entre los cuales, tomada consideración de sus divergencias como, asimismo, de sus correspondencias, me parece posible establecer una relación dialéctica. Dialéctica de la libertad.

La autosuficiencia del fenómeno poético que se rehusa a toda familiaridad con la escritura conceptual para constituirse en "un instrumento irregular de conocimiento metafísico" del simbolismo, pudo desinteresar al surrealismo, pero Rimbaud, desde luego, antiliterato, que llegó a destruir el lenguaje para arrancarle un grito de rebeldía incondicionada se adelantó, no sólo con su silencio, sino con todo el peso de su presencia verbal a la libertad surrealista; impugnación de un determinado orden del mundo, depredador, para oponerle contra cada concepto de lo conocido una imagen de lo desconocido. Sea como fuere, en ambos casos, la poesía fue el vehículo —bien conducido o lanzado a una carrera desbocada— de una liberación.

De la negativa del surrealismo que no se detiene en ella, desde el momento en que se ve enfrentado a la necesidad —aceptada por unos, rechazada por otros—, de socializar o politizar el movimiento, procede, en gran medida, el conflicto en que se ve envuelta la poesía moderna. Parecería que la negación de la negación no es cosa fácil. Quienes entienden el conflicto entre literatura y política —que alguna vez señaló Antonio Gramcsi en otro círculo de observaciones— saben bien a que me refiero(9).

La poesía ha transformado, pero no ha perdido, como arte o medio de expresión separado, la vocación de su especialidad. Existe gracias a su propio lenguaje, intuitivo e imaginativo, de modo tal que toda subsunción bajo otras especies de escritura significa para ella, automáticamente, o una sensible pérdida de su libertad operacional o, simplemente, el suicidio. Esto es lo que más de alguien llamaría erróneamente el derecho a la libertad o a la libre experimentación formal, puesto que forma y contenido son en poesía una y la misma cosa; o, más bien, la pareja antitética que se resuelve en un tercer término: la síntesis o, en otras palabras, la poesía misma. Desde este punto de vista, ciertos llamados a la claridad, a la sencillez o al coloquio sentimental pueden, si se los escucha, cómo los cantos de sirena, frustrar el retorno de Ulises y convertir a éste, a su vez, en un cantante espumoso y desafortunado. Pero el peligro más grande que corre el poeta al abrazar una buena causa haciéndose el fiel misionero de su evangelio, está en que —como debió reconocerlo melancólicamente un Voltaire en sus días— no vivimos en el mejor de los mundos posibles. Se debe esperar que el mundo cambie y los mejores colaboran en ello de una manera activa, a través de las múltiples actividades, particularmente científico-técnicas, desde el momento en que ya no hay razones con que alimentar un humanismo antirrevolucionario ni desde que se puede echar leña al fuego del irracionalismo del que quedan enormes extensiones de cenizas criminales para un imposible retorno de los brujos. El Imperio del Mal, al derrumbarse, se ha dividido y subdividido en reinos que, si no reconocen fronteras, no luchan por extenderlas sin ponerlas en flagrante evidencia. Yo no quiero hablar del temor de que, después del caos, éste vuelva, con todo, a rebrotar bajo un signo apocalíptico, el de la catástrofe total.

Conforme: buena parte de la humanidad enfila por el buen camino en una "marcha gloriosa". Que se adopten en los países bien encaminados todas las medidas conducentes a suprimir todas las formas de la alienación, del sufrimiento humano, sin exclusión de aquellas que, como suele decirse, se ha visto en la necesidad de descuidar provisionalmente el marxismo, relativas a los problemas de la "subjetividad inmediata". Honradamente esto sigue siendo el proyecto de algunos marxistas, su caballo de batalla, y un deseo que no es compartido por las medianías.

Una ética que, en lugar de convenciones coactivas, de extracción burguesa, erróneamente útiles, practique, con el así llamado pansexualismo, un reconocimiento científico de lo humano en el hombre. Una estética que socialice los éxitos de un Fischer o Lukacs, en contraposición a las opiniones corrientes, definitivamente caducas del realismo socialista. Un arte que deje la propaganda partidista o la ilustración histórica de hechos ejemplares —si ha ser necesario persistir en todo esto— en manos de los propagandistas e ilustradores, para galvanizar en su propio medio todas las fuerzas de la imaginación creadora en una polifonía desencadenada en la que bien puede escucharse, llegado el caso, el solo de un tambor de hojalata; arte para el cual no quepa la opción entre lo que es y lo que ha de ser, entre la realidad y la marcha de lo real; cuyo laboratorio central bien podría instalarse tan cerca de un centro de investigaciones físico-atómicas como del Instituto de Investigaciones parapsicológicas; estableciéndose entre unas y otras esferas de trabajo, o, mejor aún, entre todas las disciplinas del espíritu y sus correspondientes facultades una suerte de originaria interrelación natural comparable a la que mantiene integrado en un cuerpo vivo a los distintos órganos, no importa el grado de diferenciación de sus respectivas funciones.

Aspiraciones como ésta, sobre cada una de las cuales habría que extenderse por separado, sólo vienen a cuento en este contexto para significar la posición que le es dada asumir a un poeta consciente de que su papel —no siempre dramático, pero nunca, ojalá, acomodaticio— está en impedir que se nivelen y mixturen los hábitos de las medianías con los instintos creadores que igual proceden de la colectividad o del individuo, empleados estos términos en el supuesto de que el cese de su oposición, más o menos cerrada, constituye nuestra tarea esencial.

Puede ser que deformado profesionalmente, compense la típica devaluación del propio oficio con una simpatía poco franca en su favor. Lo cierto es que siempre he tendido a pensar en la poesía —por encima, incluso, de su valor propio y de sus aciertos intransferibles— como un campo de cultivo, de ejercitación de esos instintos creadores ya aludidos, cuyo embotamiento dañaría al hombre entero en cada uno de sus órganos de expresión o de conocimiento.

La ciencia —de la que sólo sé que nada sé— me inspira una confianza cuasisupersticiosa, pero la entiendo, aunque increíblemente "imaginativa", demasiado parcelada para que un solo hombre pueda vivenciar, en ella, bajo la ley de una especie de contraste simultáneo, su sorprendida insignificancia a la vez que su inmensa disponibilidad, zonas que se iluminan mutuamente, y lección de vivacidad, catártica, humanizadora. Todo esto en el entendido de que el arte se entiende con la emoción y los sentimientos, directamente, mano a mano; en tanto que las ciencias, por antroplógicas o sociales que sean, reducen —aunque se admita con Eliot una poesía despersonalizada y antisentimental— el papel del experimentador, manteniéndolo en lo posible, al margen del experimento(10).

¿Qué sentido real tiene la idea de la superioridad de la ciencia sobre el arte, expresada últimamente en El Retorno de los brujos?: "es la falta de curiosidad y de conocimiento lo que nos ha hecho tomar la experiencia poética, después de Rimbaud, por el hecho capital de la revolución intelectual del mundo moderno".

¿Se resolvería el problema, si se ubicara a la poesía como una antesala de "la verdadera revolución del mundo moderno", sala de clases de la curiosidad, premonición del conocimiento?

Ciertos sabios parecen ingenuos cuando descubren lo que otros viven: La psicología abisal, por ejemplo, o los resortes de la locura.

La aclaración de lo irracional en este siglo de las luces al revés, y la desrealización científico-tecnológica de la realidad tradicional demorarán, con todo, bastante, en drenar al hombre de todo oscurantismo e irracionalismo, en implantar una tecnocracia interplanetaria de cerebros electrónicos. En el intertanto, este mundo está lo suficientemente cargado de torpezas y de brutalidad como para saltar, en cualquier momento, en mil pedazos devorándose a sí mismo. Preferible sería que sollozara románticamente, aun cuando, según parece, no ganó nada con ello. Yo admiro la inteligencia de los fenómenos humanos que están en la base de la brutalidad y la torpeza, inteligencia que prescinde de una presunta futuridad antiséptica para engolfarse en la curación de los males inmediatos del alma y del cuerpo, caras ambas de una misma medalla.

¿Qué puede hacer la poesía en comparación con el humanismo científico? Preservar como inalienable su derecho a la libre autoexpresión —autosuficiencia del fenómeno estético, se llama a esto-. He aquí un punto en que no hay razón suficiente para eximir a la poesía de ser lo que es, lo que va siendo en el tiempo, de su existencia misma, forzándola a servir de intérprete de otros sistemas de lenguaje que alienen el suyo propio.

Se ha arriesgado, más arriba, la hipótesis de que incluso el valor del arte —arte del silencio o de la palabra— puede estribar en su condición paradigmática.

En el centro de este círculo de tiza, sin duda el primero que trazó el hombre para señalar su situación en el mundo, bajo el impacto de una primera ampliación de la conciencia de sí mismo y de las cosas, hasta el más exquisito e intelectualizado visitante de salones —como llama míster Cohen a míster Eliot— tiene algo de indefiniblemente arcaico.

Sólo del "pensamiento poético", intuitivo e imaginativo, puede esperarse, asi lo creo, las iluminaciones de un idioma común que a diferencia de un imposible esperanto, y en contraposición a las falacias de la divulgación técnica-filosófica, más o menos ineludibles cancele, en mayor medida y en el terreno apropiado, la confusión de las lenguas en la Babel moderna donde, en virtud de la diversificación y complejidad crecientes de las especialidades, se acentúa entre ellas, el problema de la incomunicabilidad, desentendimiento mutuo qué afecta al edificio entero. El carácter suprahumano del, o mejor dicho, de los proyectos babélicos en cuya realización operan, por debajo de las vastas rivalidades ideológicas, una misma tendencia a la disgregación, bien puede proceder de la pluralidad de los puntos de vista —excluyentes los unos con respecto de los otros— a partir de los cuales se movilizan arquitectos, constructores y obreros, en todas direcciones, como las piezas de un juego que obedeciera a reglas tan distintas que si el caos lo dominara repentinamente, el horror tomaría a muy pocos de sorpresa.

Lo que las medianías se han habituado a pensar como factores impersonales que todo lo rebañan, llevándolas a pastar o reservándose la fatalidad de una hecatombe, representan otras tantas claudicaciones del hombre total que el artista se esfuerza, una y otra vez, por restituir en sí mismo, mientras conserva un resto de esa aspiración a la plenitud siempre latente en él, la misma por la cual, bajo el signo de la contrariedad, puede negativizarse desmesuradamente.

Sartre tuvo algún motivo para afirmar que "el poeta está seguro del fracaso total de la empresa humana y se dispone a fracasar en su vida a fin de testimoniar, con su aporte particular, la derrota humana en general".

Esto que empalma, a Qué es la literatura, con una teoría inaceptable del ser de la poesía, tiene el valor de significar la desmesura propia de una primitividad, no por cierto la del feliz salvaje dieciochesco. Lo mismo la seguridad en el éxito total de la empresa humana se ha correspondido, más de una vez, con la vocación de abrazar esa seguridad a toda vida, poéticamente; bien que resulte difícil encontrar en la historia de la literatura el registro de un completo éxito en profundidad que supere al éxito mundano, coincidiendo con este último o no; pues, si por razones de temperamento y dada una coyuntura sociológica favorable, determinadas personalidades poéticas han podido irradiar un optimismo sin reservas, la misma indefensión de una naturaleza artística genuina, incapaz de acorazarse, ni en lo individual ni en lo social contra la verdad viviente de las cosas hasta ahora y para siempre nunca plenamente aceptable, esa condición humana del artista ha trocado, las más de las veces, su entusiasmo "militante" en la rumia de una decepción —bloqueo expresivo u oratoria— o en la condicionalidad de quien no sacrifica a una causa la libertad de reprocharle que sus incongruencias o sus defecciones, de recordarle su voluntad de integrar al hombre en el curso de un proceso ilimitado de liberación de energía creadora en que aquél no se estagne en ninguna fase de su humanización. "La tarea de Whitman —escribe Lewis Munford- consistió en comparar las esperanzas y ambiciones que en su juventud abrigara para Estados Unidos con los logros de la madurez. No rehuyó esta tarea. Las "Perspectivas democráticas" aparecieron en uno de los momentos más sombríos de la vida del país, y nadie ha presentado una imagen tan escalofriante de su corrupción y miseria insondables como la que traza Whitman en esas páginas"(11). Y, el Estado mejor organizado, ¿podrá responder al desafío de la infelicidad, de modo tal que no se vea, nuevamente, en la triste necesidad de identificar su instinto vital y su voluntad de poder constructivo, con el canto de un suicida?

Sentadas las diferencias más tajantes, no hay sociedad ninguna en los tiempos modernos que esté vacunada contra el virus de la insurrección, y el creador genuino, el poeta, que se mantiene fiel a un modelo muy antiguo del hombre, como en una infancia milenariamente prolongada, pariente cercano del primer lingüista, del mago remoto, del creador de mitos y religiones, del filósofo precientífico; sí, este individuo que no ha dejado de abordar la realidad desde los ángulos más inesperados, dejándose sorprender indefinida, ilimitadamente por ella, parece menos resistente que las otras piezas -del mecanismo social, pero es, más bien, el órgano —extirpable según algunos— cuya perturbación bien podría delatar, a pesar de una apariencia saludable, una enfermedad de todo el cuerpo.

El rechazo del yo subjetivo supone acaso un desconocimiento de los límites cada vez más amplios de la objetividad, o un rechazo premeditado de esa ilimitación por motivos de orden práctico, siempre los más dudosos.

El artista no ha logrado, felizmente, apartarse de una concepción antropocéntrica en que el hombre es la medida de todas las cosas, y la personalidad es el modo, cada vez distinto, de asumir al hombre plural; el correlato del sesgo, siempre más o menos inesperado, que adoptan, al manifestarse, las energías creadoras.

El artista "negativo" es un síntoma, no una causa de enfermedad, como en el caso de un Franz Kafka que prefiguró "el tiempo de los asesinos", la orgía nazi como bien lo observa Nathalie Sarraute. Su negatividad es la desesperación del exorcista. El valor de su obra prueba, en el caso citado, la existencia de un módulo común a la imaginación y a la realidad, y estaría en el patético anticiparse, no ya sólo de la intuición al concepto, de la imagen a la idea(12), sino concretamente, en la medida de la historia, de un trágico destino "interior" a una catástrofe colectiva. Antes de que ésta se declare en la superficie de la "realidad objetiva" estallando en ella con la virulencia de una enfermedad total, la personalidad desacorazada de un vidente ha puesto en su propio cuerpo el dedo en una llaga invisible. Difícilmente convencerá a los demás de que no es el suyo un caso aislado, y de que se anticipa a la generalización de una peste colectiva como la primera de sus víctimas. Puesto que en un mundo de tuertos ocupados cada cual en lo propio diligentemente —ojo polifacetado en que cada faceta captara sólo un fragmento de la inasible imagen entera, habiéndose perdido en él el sentido de la incongruencia— el artísta es verdaderamente un caso aislado, tanto más cuanto que no opone a esa supuesta incongruencia —en Kafka sigo pensando— una incongruencia que venga a cancelarla.

No está tan claro que la presentación del caos sea un anticipo del orden. Al menos no es ésta la impresión, bajo la que vivirá un autor cuya obra se alimente de la pesadilla que lo perturba o lo destruye vitalmente; ni la impresión que recibirá al leerlo la generalidad de sus contemporáneos.

Confieso que imagino un Kafka extrabiográfico, paradigmático y, sin duda, menos interesante que el escritor en cuestión (desde luego, un poeta), personaje curioso, desoído, ligeramente intolerable, cuya inofensiva manía consistiría en ser puesto, una y otra vez, en la puerta de los tribunales. Los crímenes que se esmeró en denunciar, fueron cometidos después de su muerte, ¿dónde estaban las pruebas? O bien, se trataba de arrancarle a la ley misma la confesión de su absurdidad, en un tribunal necesariamente imaginario en que el señor K fuese emplazado, sin motivo alguno, por aquella envuelto en un proceso infinito súbitamente interrumpido en cualesquiera de sus etapas, etapa del mismo por una arbitraria ejecución.

Quien sufre de un insomnio demasiado profundo que le impide compartir el sueño de la razón, estará en situación de imaginar los monstruos que engendrará ese sueño, padeciéndolos por adelantado pero no de prevenir a los demás de un mal del que sólo él parece afectado ni mucho menos de curarlo de una enfermedad desconocida de la que él mismo —es lo más probable— no tiene una noción objetiva, experimental: el diagnóstico; a la que sólo se ha visto entre los primeros, expuesto, por la indefensión, receptividad, delicadeza e integridad de su organización vital.

El dominio estético coincide con la génesis de una criatura inanimada, virtualmente incorruptible que, no obstante, absorba esa oscuridad que le ha dado a luz y la refracte en toda su vivacidad; se concentra en el estudio instintivo de los recursos de la expresión, ya sea para refinarlos o restituirles su fuerza elemental, diversificandolos siempre. Quiero decir que a la "investigación" artístico-creadora, puede desviarla la generalidad científica, de su propio rumbo.

Kafka fue lo bastante lejos para expresar o aun cuasianalizar en Carta a mi padre, literariamente su caso literario, en un contexto sicoanalítico. Bajo su amor reverencial, anonadante, por la figura del padre, se vislumbra el odio parricida de un complejo de Edipo positivo que le dictara la carta misma, insinuándole, finalmente, la idea abrumadora de abrumar a la arbitraria autoridad todopoderosa, con la acusación de haberlo mutilado, provocándole una enfermedad mortal en su misma existencia biológica. Se puede inferir de las reiteradas rupturas de noviazgos, la imposibilidad de hacer una buena transferencia que lo liberara de su fijación infantil, actualizando, en la relación sadomasoquista con el progenitor, una rivalidad continuamente frustrada. El autoanalista conciencia una relación, seguramente correcta, de su oralidad infantil —yo me sentía dueño sólo de lo que podía llevarme a la boca— con la desvalía y el despojamiento que le significaba la existencia paterna. Pero el "universo de Kafka" se ofrece a interpretaciones más avanzadas que las que puede haberle inspirado Freud, o al menos distintas, y no presupone ninguna que le sirva de base. Por esto en el reino de la inconclusión, la fábula sin moraleja, una pura conciencia sin ciencia que arranca directamente, sin la mediación del pensamiento discursivo ni de la observación empírica, del foco mismo de la imaginación creadora, como en un alumbramiento abisal y deslumbrante.

Ese universo, símbolo o agrupación de símbolos plurivalentes (alineaciones, círculos de unos menhires perfectos como rascacielos) presenta las propiedades que de algún modo son comunes, en el lenguaje existencialista, a la pintura, a la poesía, a la música y a la... existencia. Opacidad, densidad, impenetrabilidad. ¿Objetivismo inhumano? Por cierto que no: esa poética está penetrada de un llamamiento tan hondo a la humanidad que se confunde con "el clamor del silencio".

La internalización del mundo exterior y la externalización del mundo interior —función en que, como bien explica L. Munford(13) se organiza la capacidad para el simbolismo artístico— se ha operado aquí en el campo de una tensión total en virtud del cual se tocan los extremos más distantes: un objeto —un mundo exterior—, particularmente social, que se ha vaciado de todo sentido bajo el signo de un totalitarismo sin designio comprensible ni autoridad identificable, minuciosamente hostil y azaroso; donde la benignidad misma funciona como una piececilla más de una máquina de la que no se sabe ni por qué ni cómo ni para qué funciona. Un sujeto —un mundo interior— bloqueado y demasiado sumergido en sí mismo como para exteriorizarse en un acto de afirmación vital, otorgándose sentido y otorgándoselo a la realidad objetiva. El tercer término, en que la antítesis se resuelve, me parece descriptible como lo que se entiende por la impresión que deja el total de una obra, una aprehensión sintética de la misma. La de un extrañamiento total del hombre en el mundo, que despliega una inagotable actividad para anularse a sí mismo, para neutralizarse consumándose en la alienación.

Como el autor al condenarse al silencio, lo que ocupa al señor K es encontrar ese desperfecto en el mecanismo administrativo gracias al cual —según observaba cómicamente Valéry— le es dado a los poetas sobrevivir. Sólo que su propósito es autodestructivo; igualarse a los otros convirtiéndose en una piececilla más, y ajustarse en tal condición al mecanismo, identificarse mínimamente con éste para no padecerlo en su maximidad.

Es lo que ocurre, para siempre, en El Castillo y —criatura inanimada, virtualmente eterna pero vivísima— mientras en la vida del autor de El Castillo se contaba con una muerte de rigor, más o menos propia, que pudiera jugar el papel de un desenlace, allí donde nada de lo que ocurre conduce a nada, todo se mantiene en el desasosiego de un eterno suspenso.

Consulto, de pronto, a un autor —Ramón Fernández— quien, a propósito de Moliere se pregunta: "¿no es lo cómico la denuncia de una incompatibilidad fundamental entre lo que el hombre quiere y lo que el hombre puede?

Supongo que esta proposición, con seguridad válida en relación a la comedia clásica (en el mismo sentido en que lo es la idea de que ésta, en una sociedad organizada, en un mundo social coherente, actúa sobre las excentricidades de éste como un correctivo), puede homologarse con la concepción bersogniana de La Risa, puesto que la mecanización del individuo entrampado en la fijeza de su carácter, se interpone entre su querer y su poder.

En Los Tiempos Modernos especializados en los chistes crueles en que se espejea la psicología abisal o el absurdo por el absurdo mismo, no ha dejado de transformar el sentido del humor conforme a la ley de la complejidad creciente y a una dialéctica en que repercuten o con la que se corresponden los cambios operados en los distintos planos de lo real.

En "la naturaleza" como en "el espíritu" nada se pierde, con todo, al menos en situaciones relativamente normales. Carlitos Chaplin —otro poeta— dramatizó en su época ese chiste de Valéry sobre el sentido de la oportunidad con que el hombrecito, representante solitario, desvalido e ingenioso de la humanidad entera, se acomoda a cada uno de los desperfectos del aparato social, estableciendo en esos huecos un mundo precario, amenazado de inmediata ruina por todos sus costados, pero en que el hombre vuelve a dar la medida de las cosas al tender un remiendo de mantel sobre la mesa, dividir su pan con el boxer melancólico o —a la espera de la visita del gran momento que termina por llegar alguna vez— al hacer prodigios por alhajar un nido que se sabe entretejido para el amor, la empolladura y el canto de los pajaritos.

Mientras el señor K cae sobre un cuerpo que lo arrastra, debajo de un mesón, agitándose sobre Frieda con la frialdad de un insecto, progresivamente anestesiado por la obsesión de hacerse oír por esa autoridad que se distancia en la medida en que aumenta el número infinito de sus mediadores, Carlitos, el libertario, cae sin duda en las debilidades de la novela rosa, pero, a no dudar, sabe lo que quiere; y el resorte de su comicidad y de su éxito estriba en poder lo que quiere, en la compatibilidad inesperada de lo que quiere y lo puede.

Un "Deus ex machina" de pequeños azares favorables corre desenlazando los vertiginosos nudos de la trama, para gratificar al héroe con un happy end convencional. David vence a Goliat por dos medios antitéticos que saltan el uno por encima del otro o se integran formando distintas figurillas cuadrúpedas. Por una parte el hombrecillo contrapone a la pesantez caótica de sus adversarios que funcionan automáticamente, la "gracia", el cálculo espontáneo, realista, de sus posibilidades de acción ofensiva o defensiva, una inteligencia de las situaciones nuevas. En seguida, la infalibilidad del inocente, del soñador, lo sonambuliza de modo que atraviese la cuerda floja como si fuera el dueño de la calle. Irresistible con las mujeres que mima al cortejarlas, entre ellas y él se establece —en el espacio cada vez más corto de esos restos del cine mudo— la hermandad amorosa de la emoción y del sentimiento, ahogada en la brutalidad ambiente.

Lo que el autor-protagonista de esa poética vio fue una última pero definitiva posibilidad de hacer reír a Los Tiempos Modernos presentándoles la caricatura y la contrapartida de sus mitos.

Se anunciaba, con el culto a la máquina, una civilización centrada en la tecnología. El capitalismo de "los años locos", imperialismo hoy en día bien organizado para el despojo hipócrita y sistemático anárquico y turbulento en ese entonces, se entregaba al saqueo, en su propia casa, del hombre por el hombre, minorizando a los millonarios de opereta, mayorizando al pobrerío folletinesco, y aliénándolos a unos y otros bajo los mismos signos de la devaluación de la cultura: cuantificación, standardización, reducción de la personalidad a una tipología de fragmentos humanos, de hombres-medios, piezas de un mecanismo autodevorante que iba a crecer monstruosamente, sin embargo, más y más en todas direcciones. Depresiones económicas, cesantías, lumpen proletariado, y la mirada de los emigrantes puestas en la estatua nuevecita de la libertad que podía ofrecérseles a todos libertad para los Al Capone o para los muertos de hambre. Cada cual a rascarse con sus propias uñas.

El poeta debía y podía sobrevivir, minimizado pero entero, en medio de todo eso. Este era el punto de vista de Chaplin, luego, en El Gran Dictador humanista expreso, discursivo.

El presentimiento de Kafka, vuelto hacia el nacional socialismo —para retomar la idea de la Sarraute— configuró un mundo en que "todo sentimiento desaparece, también el menosprecio y la cólera", "donde no resta sino un inmenso estupor vacío, un no comprender definitivo y total"(14); aunque subyace a ese mundo suprarreal, vinculado pero no intercalado a la historia, una protesta que Auchwitz redujo a cenizas, protesta que improntara al creador y a sus criaturas de un "humor negro", increíble comicidad reñida con la risa que los jerarcas nazis no expresarían, ciertamente, en sus concepciones como el Ghetto de Varsovia.

Ese humor es el signo del humanismo kafkiano, el gesto de una libertad soterrada, esbozado apenas, su aura de exorcisador. Aquí el individuo no puede ni quiere nada, en realidad; trata, únicamente, de calcarizarse como una hormiga que corriera sobre un huevo, bajo la amenaza de un dedo: está penetrado, hasta los tuétanos, del "inmenso estupor vacío" que subyace al mundo interior y al mundo exterior; al creador literario, "segundo creador bajo Júpiter", y, valga la personalización, a Júpiter mismo: una suerte de idiota completo que hace girar el huevo entre los dedos, a la manera de la medida de todo.

En El Proceso, el último hombre normal —un enfermo, ciertamente—, distorsionada hasta la exhaustividad por el esoterismo de una ley monstruosa, teme que la vergüenza pueda sobrevivirlo cuando esa ley le corta una cabeza finalmente vacía de toda comprensión y le paraliza, en lugar del corazón, un pequeño bloque de hielo perplejo. El hombre ha sido alienado allí en su existencia biologica misma...

En El Castillo, el señor K hace lo imposible por ocupar el lugar de nadie en la tierra de nadie.

Ya se sabe en qué terminó la única aventura históricamente comparable a la que registró la imaginación creadora de Kafka, detector —espejo múltiple de realidades ocultas. El antihéroe, el héroe absurdo tipo Malón no ha superado acaso en eficacia al señor K, que se rehusa a la truculencia para encarnar una situación insostenible del hombre en el mundo. La "invención" poética del Oscarcito Günter Grass —un Carlitos Chaplin monstruoso, con algo y mucho de la anestesia kafkiana— supongo que tiene que pasar, todavía, por una serie de pruebas de laboratorio. No olvidarse, por cierto, de míster Prufrok. Y en Chile tenemos, en lugar del "refinado visitante de salones", a un profesor secundario con "la cabeza llena de tiza", autor-intérprete de los antipoemas, antiguo lector de Freud y admirador de Kafka; con el cual me ha cabido el alto honor de trabajar, de consuno, en la verificación de El galán de la pata de palo y La Venus de Milo.

El tipo de poética que encarna Kafka, infra, su y suprarreal o realista en el sentido integral de la palabra representa el modo "anormal" de expresión artística, que tiende a "normalizarse" hoy en día, captando nuevos y nuevos adherentes al libre juego de la imaginación creadora.

El surrealismo —aun si hubiese sido, únicamente, la expresión de la "subjetividad inmediata" (Lukacs) o la autoimpugnación frustrada de la literatura como negatividad absoluta (Sartre), al margen de discusiones estético-ideológicas, habría desembocado en el Rhin o en el Amazonas de la literatura moderna; pues un sorbo del gran río también sabe a Mandrágoras, a hierbas mágicas, y trae partículas en suspensión de la alquimia del verbo. Mientras que siempre hubo afluentes destinados a empantanarse, al cierre de sus desembocaduras, distanciándose de ellas por consunción.

Uno de estos pantanos es cualquiera clase de realismo, de derecha o izquierda, consagrado a sustituir el proceso vivo de lo real, creador de valores, un orbe de intocables valores preestablecidos de una sola vez y para siempre, para mayor gloria de dios o de quien sea.

"Lo que hay de positivo en todo esto —me decía un marxista refiriéndose al caos (aparente para él) del mundo ultramoderno, que se puede identificar como una peligrosa dinámica desgobernada o como un volcán de acción o creación— es que ya nadie puede acomodarse a los esquemas que hace quince o veinte años servían para explicar la realidad, sin tomarse el trabajo de examinar los hechos ni permitirse dudar de las explicaciones rutinarias".

Que la poesía haya contribuido a la congelación del espíritu, es algo que, sin duda, no puede perdonarse a sí misma, y por lo cual, en los períodos de deshielo cuando "las condiciones están dadas", que permiten cierto "lujo" imaginativo, el poeta es de los primeros que recae en la primera infancia del hombre, dando curso a su curiosidad, a su perplejidad, a su entusiasmo —sedes insaciadas— o a su "sistema sombrío"(15) de comunicaciones con la angustia y la muerte, haciéndose acreedor del castigo vergonzante de un tirón de orejas por alborotador. Mientras la poesía sabe que su vocación presupone esas condiciones —estén o no dadas según el criterio socio-político, extraartístico— como asimismo el impulso de darlas, todas a la vez, en cada etapa de su desarrollo, a diferencia de las escrituras estratégicas que, en el mejor de los casos, impondrían una idea paso a paso, previo cálculo de sus probabilidades de inculcársela a las medianías.

Ese marxista al que me referí más arriba sabe que el realismo socialista tradicional —defendido aun desde lo alto no hace tres años por un crítico de arte "bastante poderoso como para oficiar", en su momento, de omnisciente— es letra muerta. Adhiere a lo que se entiende, más o menos claramente, por un "realismo sin fronteras"(16). Comprende "el derecho a la existencia del experimento en literatura" del que hablara Ilya Eremburg en su intervención en el Forum de Escritores Europeos, en Leningrado, no sólo, así lo creo, como el derecho formal de experimentar con las formas (libertad para vaciar el vino viejo en odres nuevos), que implicaría únicamente poner el acento sobre el aspecto formal de la literatura, asumir, de otra manera, el mismo formalismo literario que se aspira a impugnar, sino como la necesidad natural que siente una conciencia artística liberada de obligaciones o compromisos sociopolíticos, de trabajar a su modo (autosuficiencia del fenómeno estético) y en su propio laboratorio, por aprehender la realidad operando sobre ella en el dominio de lo particular o de lo singular, según venga al caso, descubriendo, acaso, nuevas partículas de lo real inencontrables desde el punto de vista de los viejos contenidos, las cuales, al emerger a la superficie adquieren, por sí mismas, formas que seguramente resultará imposible componer partiendo de las formas precedentes o plasmando en el lenguaje esas informidades de lo que en el fondo carece de forma, con las cuales —pensaba Reverdy— el poeta debe entenderse.

Absorber todo el pasado de la poesía, de modo sistemático o por vía de la intuición histórico-artística, antes de dormirse sobre la ilusión de haberlo revolucionado, manteniéndose alerta frente a no importa qué tradición viva capaz de sorprender al futuro, esto es lo que el marxista del que hablo considerará una tarea oportuna en la que se puede comulgar con el más pintado de los conservadores, particularmente si se trata de uno que, como Eliot, haya revolucionado la poesía: "Sobre lo que conviene insistir es que el poeta debe desarrollar la conciencia del pasado, y que está obligado a continuar desarrollando esta conciencia durante toda su carrera".

Pero, por encima de todo, un punto de vista que por flexible y abierto a la observación y a la reflexión es intrínseca y genuinamente marxista, aceptará, hasta en sus extremas consecuencias, lo que implica la exploración de la subjetividad, tarea que le ha propuesto a sus intelectuales y artistas el partido comunista de mi país(17) en el entendido de que el marxismo, ocupado en la obra gruesa de la teoría dejó consciente y expresamente en herencia el encargo de las terminaciones (valga el símil que no pretende identificar la obra de revolución permanente implícita en el marxismo genuino con la construcción de una casa). Pues el yo subjetivo no es ni un pozo, ni un rincón ni un callejón sin salida del que, simplemente, se trata de extraer algunos monstruos para exponerlos a la conciencia purificadora y derretirlos en ella. Comunica con la realidad social-objetiva, por mucho que se distancien, mutuamente, en determinadas coyunturas, las bocas de esta especie de túnel laberíntico. Las causas sociales de los trastornos individuales, y, al cerrarse del círculo —no importa cuál sea la extensión de su diámetro— los factores individuales enfermizos que, a su vez, actúan sobre el cuerpo social, bajo la apariencia de factores impersonales, sistemas de creencias, mitos colectivos o, sencillamente, como la última palabra de una autoridad máxima en los períodos del culto a la personalidad... he aquí el material que cae en manos del excavador nocturno, a su paso por el laberinto siempre cambiante —cristalización inestable de distinto proyectos—, terreno en que el agrimensor, con su linterna de bolsillo, debe iluminar en profundidad, en extensión y en complejidad los focos de convergencia en que virtualmente se tocan las dos caras de una misma moneda: el yo subjetivo individual y el yo objetivo social.

El psicópata no es un caso aislado. La psicopatología social puede explicarlo como el producto de una civilización errada o de una moral colectiva científicamente imposible de fundamentar, pero que se perpetúa gracias a las fuerzas mismas que la hacen vulnerable al análisis y a la controversia, en virtud de su irracionalidad.

Cuando la conciencia crítica de esa interrelación entre lo individual y lo social no se constituye expresamente, como en tantas obras, en el tema poético-literario "la capacidad para el simbolismo" del artista presenta el caso absolutamente único —como en La Metamorfosis o El tambor de hojalata—, pero que, en cuanto producto auténtico de la imaginación se distancia de la "realidad" en la misma medida en que aumenta su capacidad para vivenciarla, de establecer con ella el contacto más libre y más vivo, de un modo ciertamente inconsulto en el ideario de la literatura comprometida, atenta a proponer "una liberación concreta a partir de una enajenación particular"; aunque entrañe —ese contacto— otra suerte de compromiso. Por ejemplo, el de impugnar formas de vida de un ecumenismo discordante, sin barreras ideológicas, como la devaluación de la individualidad, la moral sexual tradicional de origen hebraico, represiva "instrumento esencial —escribe Luigi De Marchi inspirado en Wilhelm Reich— para la formación de la personalidad sadomasoquista en el nivel sexual y autoritario gregarística en el nivel social; y político".

La obsesión productivística de los países económicamente superdesarrollados, el revanchismo latente de unos, la violencia de otros, la carrera armamentística de todos, factores que lo mismo pueden impedir o desencadenar una guerra total y que el autor citado juzga concomitantes a la represión sexual generalizada, "peste sicológica" - dice Reich— que no reconoce fronteras.

Se debe esperar que una poética absolutamente subjetiva, lejos de agotarse en un departamento estanco de lo humano, recoja en las profundidades, a la manera de los óceonautas en El mundo sin sol, monstruosos especímenes de especies inesperadas —el señor... y Oscarcito— que permitan esclarecer los orígenes y la estructura de la "objetividad". Así el derecho a la existencia del experimento en literatura se llena, en esa ejercitación, de un contenido concreto y la libertad de la que es un corolario, al imprentarse de una finalidad, correlaciona a ese "derecho" con un "deber".

He hablado hasta aquí de la obvia necesidad de abandonar el realismo socialista, en el entendido de que existe un realismo de derecha cuyo destino no me interesa para nada o que me interesa en un sentido puramente negativo, de modo tal que no me siento llamado a enjuiciarlo desde un punto de vista crítico, pues entiendo la crítica como una actividad, en última instancia constructiva.

Llamémoslo de otra manera: una apologética de los valores que se pretenden exclusivos y excluyentes, de la llamada "civilización cristiana y occidental" convertida, a la fuerza, en poesía o literatura o en arte "positivos".

Como la historia de la llamada civilización cristiana y occidental es la más larga de las que se contraponen sustancialmente y con eficacia, al esfuerzo por completar el marxismo desde adentro, a través de un nuevo humanismo de perspectiva ilimitada, sería ocioso desenmascarar aquí, por ejemplo, ideas como la de un "Congreso por la libertad de cultura", demagogia y terrorismo psicológico para esas medianías culturalmente depauperizadas que justifican y alimentan la "ingenuidad norteamericana" barbarie, en realidad que puede confundirse con la idiotez, pero nunca con un propósito bien intencionado.

La dirección política de la cultura, particularmente del arte y de la literatura prevalecientes en la Unión Soviética, tendría que haber recorrido con veinte siglos de desventaja, a una velocidad suprasupersónica uniformemente acelerada para ponerse a la par de Occidente en materia de fiscalizaciones, y ello según métodos históricamente irrepetibles, como, por ejemplo, la hoguera de las vanidades o la quema de humanistas recalcitrantes.

La situación debe cambiar en todo el orbe socialista de modo que se sustituya enteramente a una dirección política de la cultura coactiva y simplificadora, una genuina dirección cultural, de la que no se exceptúe ninguno de los países por A, B o C razones.

Entretanto los libertarios de mala fe, cuyo nombre es legión seguirán viendo la viga en el ojo ajeno y no así el bosque en el propio. Se les ha vuelto a ofrecer una espléndida oportunidad para ello en la Unión Soviética, al condenar a dos escritores hasta el día de hoy desconocidos — Syniaski y Daniel— a cuatro y siete años respectivamente, como traidores comunes a una patria que bien podría reírse de los peces de colores, pasar por alto o salir al encuentro, con una mirada lúcida, de las barrabasadas de los niños detrás de las cuales se ocultan, por regla general, atendibles motivaciones. Y abrirse, en último término, a ese estado de "insurrección permanente", como lo llama Mario Vargas Llosa, en que no sólo la literatura, el total de una cultura libre y responsable tiende a instaurar cuando opera en sus más altos niveles, al trabajar — diría Rossana Rossanda— por la liberación del hombre de sí mismo, etapa inalcanzable por el socialismo, el cual "no libera al hombre de sí mismo. Lo libera de todo lo que lo niega, y con ello, por el contrario, abre sin cendales ya, todo el abanico de una reconstrucción de valores que no puede ignorar el contar tras sí la experiencia europea de la crisis".

En esta cruzada que en el contexto existencialista al nombre de "llamamiento a una libertad permanente", bien puede el poeta jugar un rol de importancia y no sólo —como yo mismo lo he insinuado en parte— el de símbolo de la libre creatividad o algo así como el mascota del regimiento.

A la figura del explorador del cosmos que conjuga la voluntad de dominio sobre la naturaleza con su desinteresado afán de conocimiento —matrimonio del arte y de la ciencia— es preciso, sin duda, oponer, en el orden de una contradicción no antagónica, la figura del explorador del hombre mismo, que traiga a la superficie continuamente nuevos elementos, identidades o relaciones de lo real —recreación o creación de valores—, suerte, en el mejor de los casos, de catalizadores respecto del conocimiento antropológico.

Creo inútil hilar con una finura digna de cada una de las causas por separado en lo que se refiere a la relación arte-ciencia. En esta materia, como en toda otra, "todo punto de vista es falso" (Valéry) . o lo es, bien pensado, todo punto de vista excluyente.

Conforme: la experiencia poética no es "el hecho capital de la revolución intelectual del mundo moderno".. Pero interesa a dicha revolución que no es únicamente de orden intelectual y que se
realiza en todos los planos, estableciéndose entre éstos un sistema de coordenadas, una relación de correspondencias.

De más está oponer a la devaluación del "fenómeno estético" la tesis de que el arte como "instrumento esencial en el desarrollo de la conciencia humana" (Herbert Read) o "función primaria en la evolución de todas las facultades superiores que constituyen la cultura humana" podría incluso reclamar para sí un puesto de avanzada permanente en el dominio de lo desconocido.

Por otra parte, la contradicción antagónica, beligerante, entre arte y técnica, no se libra, como bien lo ha pensado Munford, entre la ciencia y el arte, sino entre una ciencia aplicada —la tecnología— que despersonaliza y objetiviza al hombre en el contexto de la "revolución de la máquina" y "la capacidad para el simbolismo" que lo preserva en sus rasgos personales e individuales, abriendo permanentemente un proceso en que el grado más alto de individuación "produce el grado más alto de universalidad, y lo mantiene ligado al mundo del sentimiento, el deseo y la compasión".

Esto es ya una crítica —por desgracia ampliamente valida- al divorcio tantas veces observado entre cultura y civilización, pero no se extiende expresamente ni a las ciencias que integran la cultura, ni a una posible, correcta orientación de la técnica, según la cual ésta volvería a servir al hombre en lugar de servirse de él. Con Lukacs, el marxismo hace una distinción extraordinariamente eficaz y clara entre el reflejo científico y el artístico de la realidad objetiva. Se puede esperar, con todo, en mi modesta opinión, una noción de objetividad que no excluya, como material de desecho, la "subjetividad inmediata", no sólo justificable en ciertas coyunturas históricas como la que vivió el surrealismo, sino fuente permanente de investigación poética de lo real, comoquiera que aquí es donde se trata de "liberar al hombre de sí mismo" antes o después o por encima del problema social.

"El poeta es una pequeña república". Y esta definición antipoética de Nicanor Parra es válida en el contexto de una libertad personal para algo que sobrepase y a un tiempo proyecte al individuo, preservándolo, al "rango más amplio de universalidad", un modo simplemente de galvanizar el lenguaje, de dar en el clavo de lo que atormenta al hombre individual, particular y general por partes intercambiables, desde que no se trata aquí de esencialidades, sino de distintos aspectos de un mismo proceso.

Llamamiento continuo a la libertad total de la que la poesía quiere ser un signo, una imagen plurivalente y proteiforme; desde que, en el dominio restrictivo de la literatura poética, esa libertad que muy a menudo suelen confundir los poetas mismos con las arbitrariedades de un yo subjetivo deliberadamente adoptado como una pose, es la atmósfera misma que se inhala y se exhala al hacer uso de la poesía de la que puede esperarse que siempre dé la medida de lo humano.


(1) Definición con lo que el católico Anguita rindiera, alguna vez, homenaje a su maestro ateo Vicente Huidobro.

(2) "Vicente Huidobro, "Arte Poética", de "Espejo de Agua", 1916.

(3) "Esto no lo escribía Shaftesbury, sino Ernst Cassirer, al estudiar en la "Filosofía de la ilustración", los "problemas fundamentales de la estética de aquél. Shaftesbury —escribe el autor del que yo creía haber tomado la cita, R. B. Bret ("La filosofía de Shaftesbury y la estética literaria del siglo xviii")—, adopta el principio de una fuerza plástica (la imaginación creadora) que anima el mundo natural y que aspira a sacar de la materia formas y figuras que se aproximan cada vez más a las ideas divinas (ello dentro de la tradición neoplatónica). Cree que el poder formativo es parte de la actividad divina; pero no quiere decir que lo identifique con Dios; es más bien, como él dice, uno de los aspectos, no el conjunto, de la naturaleza de Dios".

Conservo la cita errónea para curarme de nuevas veleidades eruditas, y, también, por utilidad, provisionalmente. La interpretación de Cassirer puede ser la correcta al recargar el acento donde lo pusiera Shaftesbury: en el poder de la imaginación creadora.

(4) Título de la ponencia de Nicanor Parra para el Primer Encuentro de Escritores Chilenos, celebrado en la Universidad de Concepción, 20-25 de enero de 1958. El texto de Parra, en el que se declara, en plural, "paladines de la claridad y la naturalidad de los medios expresivos", "un tipo de poetas espontáneos, naturales, al alcance del grueso público" está plagado, a mi juicio, de falacias, algunas de las cuales ofician, de buenos sentimientos de camaradería respecto de sus compañeros de ruta. No me parece que los Antipoemas, a pesar del lenguaje coloquial, de los lugares comunes, etc., sean, por otra parte, un dechado de claridad "al alcance del grueso público", es decir, del número máximo de lectores nacionales, poco numerosos en cualquier caso, que respondieron a la eficacia del libro poniéndolo por las nubes de un merecido éxito.

(5) Hugo Montes y Julio Orlandi, en uno de los peores textos de estudio que se hayan publicado en Chile: "Historia y Antología de la Literatura Chilena".

(6) Domingo Faustino Sarmiento empleó esta expresión para arrojársela, como un balde de agua fría, a los jóvenes poetas chilenos que formaban, en 1842, el ala derecha del bellismo (segunda contestación a un Quidam —Andrés Bello—, Mercurio del 2 de mayo de 1842). Perlático= que padece de perlesía (parálisis).

(7) "El hombre tiene inesperados recursos y, en el seno destructor de su propia cultura de masas, ha surgido en el siglo xx un nuevo arte que puede salvar a la poesía de su contemporáneo proceso de autocrítica llevado hasta el suicidio. Se trata del cine..." (César Fernández Moreno, "Introducción a la poesía").

(8) "Hugo Friedich, "Estructura de la lírica moderna".

(9) "Por otro lado, en lo concerniente a la relación entre literatura y política, es preciso tener presente este criterio: el literato debe tener necesariamente perspectivas menos precisas y definidas que el político, debe ser menos "sectario", si así puede decirse, pero de una manera "contradictoria". Para el político toda imagen fijada a priori es reacciónaria; el político considera todo el movimiento en su devenir. El artista, en cambio, debe tener imágenes "fijadas" y solidificadas en forma definitiva". (Antonio Gramsci, "Literatura y vida nacional")

(10) "La poesía no es dar rienda suelta a la emoción, sino un escape de la emoción; no es la expresión de la personalidad, sino un escape de la personalidad. Pero, naturalmente, sólo aquellos que tienen personalidad y emociones saben lo que es desear liberarse de estas cosas" (T. S. Eliot, "Los poetas metafísicos") .

(11) En "Las décadas oscuras".

(12) Alusión a "Imagen e Idea", de Herbert Read.

(13) Lewis Munford, "Arte y técnica".

(14) "Nathalie Sarraute, "L'ére du soupcon".

(15) Así se titula un poema de Pablo Neruda en "Residencia en la Tierra".

(16) "Por ello reclamo un realismo abierto, un realismo no académico, no fijado, susceptible de evolución, que se ocupe de los hechos nuevos y no se contente con aquellos que han sido largamente descortezados, pulimentados y digeridos, que se modifique al ir avanzando, para encontrarse apto para el estudio de las realidades excepcionales, que no se contente con reducir las dificultades a un común denominador, que no esté ahí para hacer entrar el acontecimiento en el orden preestablecido, sino que sepa tomar la cabeza del acontecimiento, un realismo que ayude a cambiar el mundo, un realismo no para tranquilizarnos sino para despertarnos, y que, a veces, por eso mismo nos molesta. Un realismo semejante no puede existir más que por una perpetua confrontación de la teoría y la práctica, se alimenta de la novedad, es un pionero de la realidad y no su registrador automático, después que a ésta se le ha sacudido bien el polvo" (Louis Aragón. Discurso de Praga).

(17) Rossana Rossanda, "El Debate cultural en la Unión Soviética y las funciones del partido". Traducido de la revista italiana Rinascita, N' 13, 23 de marzo de 1963, por Luis Bocaz para la revista Aurora.