martes, 11 de marzo de 2014

Una muestra de fe: La vida después de Neruda, de David Miralles [por Carlos Henrickson]

3/11/2014 01:08:00 p. m.



Una muestra de fe: La vida después de Neruda, de David Miralles


En el lento desplazamiento de lo humano hacia el margen de lo que la sociedad moderna tiene como preocupaciones, la poesía ha tenido, sin duda, una misión permanente de alerta. Cuando David Miralles (Valdivia, 1957) llama a su libro La vida después de Neruda (Valparaíso: Caronte, 2013) se hace imposible no pensar en ese desplazamiento, en la medida en que la figura del poeta de Canto General encarna, en muchos sentidos, una preocupación humanista que, al paso de las generaciones literarias postdictadura, va haciéndose cada día más mediatizada, cuando no queda enteramente abrumada bajo operaciones sobre la superficie del lenguaje.
Resulta interesante, por ello, que Miralles pertenezca en su origen, de un modo u otro, a una de las emergencias poéticas más resistentes a las grandes máquinas productoras de ondas literarias: el fértil suelo de los 80 del sur de Chile, en que las pulsiones más profundas de la poesía no fueron desechadas como reliquia. Es así que La vida después de Neruda nos da un registro en dirección precisamente opuesta al post-lirismo cosmopolita de las promociones recientes, teniendo como claves de lectura temas como la intimidad y la pertenencia.
El registro de la distancia y del tiempo transcurrido como cortes en la constitución del hablante se presenta como experiencia central, desde la que surgen emociones extremas como despojo, dolor y miedo. Así, el espacio del origen se proyecta hacia un más allá, radicalmente distinto: la vuelta a una ciudad sólo puede establecerse Cien años después, y los lugares pasados quedan sumergidos en una atemporalidad que salta a la experiencia lectora. Un poema como Meditación en fuga sabe bien cómo dar cuenta de ello: el recuerdo, casi exclusivo patrimonio del cuerpo (las bestiales escenas de ese amor / que practicamos con las reglas de otra edad) se contrapone en tono e intensidad con la fotografía en que aparecemos tan seguros, / sobre un trasfondo de cielos abiertos, / exhalando un anacrónico aspecto de felicidad.
Miralles sabe que la situación de su hablante es inefable, y puede relacionar el tiempo en su abstracción más aplastante y ajena con la nostalgia íntima del amor (léanse Recuerdos de Quevedo Desaprender los códigos). Este lugar imposible desde donde habla tiene una consecuencia natural en su poética: producir una escritura que sabe ser placenteramente elusiva, cuya capacidad de evocación emocional e íntima jamás decae: el tratamiento de lo erótico en los textos sabe trascender, en este sentido, muchos de los malos hábitos de lo que se da en llamar actualmente “literatura erótica”, dispuestos aún a épater a destiempo o restringir el ámbito de la experiencia hasta la simplificación descriptiva.
Las imágenes de amor y muerte en La vida después de Neruda, en general, revelan que Miralles sabe entender la poesía como operación de conocimiento: la escritura, como muestra de relación entre lo íntimo y lo trascendente, acaba estableciendo puentes de sentido que engendran su propia (y personal) visión totalizadora del mundo, en que la situación de límite puede llegar a ser comprendida como experiencia. No otra cosa parece señalar la perspectiva cruel del poema que lleva el título del libro, y en esto demuestra estar a la altura de su época: la visión alucinada de una ciudad moderna desde la altura de una torre no puede sino despertar una reacción inmediata, más acá o más allá de la estética contemplativa, una actitud que es fruto de la marca a fuego de la modernidad al interior, en el seno de la conciencia creadora.
La vida después de Neruda es uno de esos escasos libros que en nuestros tiempos revueltos son capaces de elevar la poesía a expresión válida, a la altura de una exigencia ética, sin necesidad de autocríticas aplastantes o procedimientos irónicos. Miralles en esto da prueba de fe, y nadie podría decirlo más claro que su propia poesía, en los siguientes versos de De este mundo al fin:

Pero estamos listos.
Despreciando el llamado
a no engañarse por las apariencias:
la idea de que el mundo sea una ilusión de los
sentidos.
Cruel y hermoso
con miles de avenidas
que conducen a la muerte
y sólo un estrecho sendero que lleva hasta ti.
Tal vez no sea mucho,
pero tu palabra es la escuálida verdad.