Conozco desde hace una buena cantidad de años a Claudio Faúndez (Valparaíso, 1973) (C. Faúndez, en su nombre de autor), y me es imposible olvidar Playa Ancha –como paisaje humano más que como imagen detenida- en el instante en que tengo que dar cuenta de 34 (Valparaíso: Ed. Cataclismo, 2008), poemario en que celebra ese número de años, si es que de una celebración se trata. Y esto porque Playa Ancha, más que cerro o sector, casi una ciudad asociada al puerto de Valparaíso, sigue siendo un ejemplo cotidiano de esas realidades que se nos han estado escapando de la literatura desde que pueblo pasó a ser de nuevo una simple palabra –y una mala palabra. A pesar de ciertos intentos risibles de convertirla en patrimonio literario (incluyendo el bautizar a Pezoa Véliz como porteño y playanchino), Playa Ancha está muy lejos de entrar a la moda patrimonial o literaria: en lo cotidiano la vida no se deja atrapar por museologías y transcurre tomando y olvidando las ocasionales victorias y las más comunes derrotas cotidianas en una ciudad que sufre desde hace décadas la absoluta escasez de puestos laborales, así como miserias más actuales como la pasta base o los funcionarios que se pasean impunes con el botín ganado en los últimos años a través de una corrupción desesperante. Esto, por supuesto, es tan iletaturizable como el lento paso de la tarde y la noche: habría que estar ahí para saberlo –donde la gente vive: más arriba de
El clima de una casa cercana a uno de los cementerios más lúgubres que uno pueda imaginarse –más o menos oculta en una quebrada de fuerte humedad- daría una noción más precisa; pero claro, habría que estar ahí. El imaginario de Faúndez logra llevarnos a la presencia de un transcurrir del tiempo más allá de los acontecimientos –el acontecimiento acá se da, a lo más, en la visita de un par de amigos del poema la mosca, en que la conciencia del hablante termina alejándose hacia la expresión de una nueva experiencia de encierro. En el encierro de un insecto parece expresarse el absurdo de cualquier noción de espacio externo o cualquier utilidad de la visita: situación que rememora a Kafka, y precisamente desde el ambiente de transcurso cerrado e impasible del tiempo que su narrativa expresa.
Pienso en narrativa, porque en general la voluntad narrativa aplasta en estos textos cualquier lirismo. En la tomadura de pelo de la desesperación de quien desea escribir un poema de forma perfecta se ve claramente el deseo de exterminar cualquier punto de fuga en la poética de Faúndez, restando a la vida y a la muerte cualquier sentido de trascendencia. Lo lúgubre se presenta suavizado por la frialdad del oficio de testigo: el trabajo de la carnicería –la trivial y breve presentación de los empleados y sus instrumentos- podría verse como la imagen de esa actividad de frío registro, en que la atención sobre lo cotidiano desplaza definitivamente cualquier carga emocional sobre el material tratado.
Sería sencillo lograr este clima si se obviara completamente la presencia de lo trágico, mas Faúndez sí lo hace aparecer. La clave de esta presencia se da en jirones: la inquietante figura de un farol, la muerte de una madre, la nostalgia de la época de la inocencia. Lo interesante del tratamiento de Faúndez es la aparente sencillez al relevar estos hechos trágicos a un segundo plano, dejando a la vista el paso del tiempo o la banalidad (pienso en libro de poemas, por ejemplo) como el sustento de la imagen poética.
La base es sin duda un sentido de prolongada contemplación, que no busca revelaciones, sino que la sola experiencia del transcurso. Esta pura melancolía es el clima dominante de los textos, y hasta la sencilla y oscura presentación externa del poemario tiende a confirmar esta percepción. El hablante, como habitante de lo trágico, no es capaz de ver el hecho trágico en su totalidad, habitando permanentemente el momento vacío del pasmo, la indiferencia tras la lucha contra la necesidad. La salida a ese pasmo paralizante se presenta en el pleno sumergirse en esa penumbra nocturna: para salir de la noche servirá un fósforo sostenido por dos dedos agusanados, como expresan los versos que cierran el libro.
34 tiene la dimensión breve de un libro de anticipo, que espera un desarrollo más amplio. Aunque, como muestra de la voluntad poética de Faúndez, es de gran contundencia. Si bien aún se puede ver el aspecto oscuro y denso de los cuentos de El Silencio –Manuscritos para los Suicidas del Mañana (Valparaíso: Ed. La Bruja, 2000), la escritura poética tiene características propias y definidas: la formación de imágenes poéticas compactas y el sentido de una cierta musicalidad trunca de gran fuerza y originalidad le dan a Faúndez pleno derecho de ciudadanía poética en un Valparaíso en que la poesía de la melancolía (piénsese en Juan Cameron, Ennio Moltedo o el también playanchino Álvaro Báez) tiene y seguirá teniendo una poderosa presencia.
Autor: Carlos Henrickson
Más información en: http://henricksonbajofuego.blogspot.com/
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