sábado, 2 de mayo de 2009

IRA Y AMOR: LA HISTORIA DE LA POESIA FRENTE AL SIGLO XXI

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"IRA Y AMOR: LA HISTORIA DE LA POESIA FRENTE AL SIGLO XXI"

Conferencia dictada por el Sr. RAUL ZURITA CANESSA, Premio

Nacional de Literatura 2000, el 09 de noviembre de 2001.


Encantado de compartir en esta ciudad maravillosa, donde está el desierto y el Pacífico; dos escenarios, el mar y el desierto que, en cierto sentido, sintetizan y representan, como nada, aquello que se ha dado en llamar el alma humana. Yo, desde acá, puedo mirarlos y observar el color de sus rostros y, al mismo tiempo, ver toda la gama de ocre del desierto de Atacama, de los cerros; es impresionante darse cuenta de que el color de nuestras caras, que los distintos tonos de nuestros rostros, de los rostros que veo ahora son, exactamente, los mismos tonos del desierto; y que, de una u otra forma, el desierto es ese escenario sobre el cual se tienden nuestros rostros imaginarios, grabando nuestros gestos, nuestros "ticks", nuestros ademanes, de la forma que, probablemente, los hombres siempre han querido que se grabasen; es decir, para siempre. Toda la gama de nuestros "ticks", de nuestros gestos, el color de nuestra piel, está grabada para siempre en el desierto de Atacama, por eso me alegra estar acá hoy.


El tema es "Ira y amor: la historia de la poesía frente al siglo XXI". Quiero partir con un poema; poema del poeta italiano Giussepe Ungaretti, nacido hacia finales del 1800, al que le tocó estar como soldado en la Primera Guerra mundial que fue, fundamentalmente, una guerra de trinchera, arrasadora. En esas trincheras escribió este poema que se llama "San Martino del Carzo", porque allí es donde estaba ubicado, en ese momento, el frente de batalla. Pensando en lo que en este segundo, en este momento, en este instante está sucediendo en la tierra que habitamos, me he recordado mucho de esta poesía de Ungaretti:


San Martino del Carzo


De todas estas casas no ha quedado, ni siquiera,

unos jirones de muro;

de tantos a los que amaba no ha quedado, ni siquiera,

eso;

pero en el corazón, ninguna cruz falta,

mi corazón, es el país más desvastado.


De pronto, nos ubicamos con tres mil años de historia, con una sucesión casi ininterrumpida de matanza, de guerra, de tragedia, de invasión, de saqueo, de campos de concentración, de desplazamiento, de éxodo, con la intuición de que este instante, este comienzo del siglo XXI, este umbral que se nos abre, va a ser, para los tiempos futuros, otra colección más de cruces inscritas sobre el corazón. El corazón al que se refiere, primero, Ungaretti, es el corazón humano, en general; un corazón que, prácticamente, no tiene tiempo; es el mismo de hace diez mil años, es el mismo de hoy día y, probablemente, será el mismo corazón de aquel ser que contemple los últimos atardeceres y, al mismo tiempo, es mi corazón; o sea, es el corazón de cada uno de nosotros, en particular. Mi corazón es el país más desvastado, en el corazón humano ninguna cruz falta; mi corazón es el país arrasado, mi corazón sufre todas las ruinas, todos los destierros, todos los desastres, todas las invasiones, todos los bombardeos, todo el dolor.


Y, de pronto, volvemos, y volvemos hacia el primer verso de la historia de occidente; el primer verso escrito del primer poema; ese primer poema es La Ilíada. Hay poemas más antiguos, descubiertos después, pero el padre de los poemas, por lo menos de una tradición a la que nosotros, también, de una u otra forma pertenecemos, ese primer poema es La Ilíada; y el primer verso de La Ilíada dice: "Canta, oh, diosa, la furia del Pelida Aquiles", no dice: canta, oh, diosa, la misericordia de Aquiles; no dice: canta, oh, diosa, el amor de Aquiles; no dice: canta, oh, diosa, la piedad; canta la furia, la ira, la rabia. Como si ya, en ese primer verso, estuviesen escritos dos mil ochocientos años de historia, que no iban a ser sino las reiteraciones hasta el agotamiento, hasta la exasperación, hasta la destrucción de ese primer verso inicial. En ese sentido, los dos mil ochocientos años que siguen a ese verso de Homero, nos hace pensar que, en realidad, nunca hemos salido del ámbito de un poema; en ese poema y en ese verso ya estaban inscritas, ya estaban grabadas esa cohorte incesante de innumerables tragedias, de innumerables dolores, de innumerable violencia que iban a poblar la tierra, y que ya, también, estaba inscrita esta guerra presente, como otra guerra más de una sucesión de catástrofes, atemperada, de tanto en tanto, por pequeños remansos y oasis de paz; uno de esos remansos de paz fue lo que se llamó la paz romana.


Todos los que estamos acá, yo y cada uno de ustedes, de pronto frente a esta historia pareciera que no somos sino sobrevivientes, y que cada uno de nosotros es el sobreviviente de una larga cadena, de una larga sucesión de catástrofes, a la cual nuestros padres, los padres de nuestros padres, los padres de nuestros padres, de una u otra forma han logrado sortear, por eso estamos acá y por eso cada uno está acá. Entonces, la historia es la historia sobreviviente de un río interminable de muertos, que terminan en cada uno de nosotros, tal como nosotros terminaremos en los que nos siguen.


Esta historia, tal como la plantea este primer verso, el verso de la furia, el poema de la ira, que inicia Occidente, nos marca en esta continuidad de una desesperada sobrevivencia y que, más aún, en una tierra y en países de desaparecidos, eso se hace más fuerte y más evidente. Por supuesto, de más está decir que cada uno de los desaparecidos pudimos haber sido alguno de nosotros. En un país de desaparecidos, todos lo demás somos sobrevivientes, pero en un país marcado por los campos de concentración, por las invasiones, por los saqueos, por las hambrunas; o sea, por la violencia incesante ejercida por unos seres humanos sobre otros seres humanos, los padres de nuestros padres fueron sobrevivientes; y aquí estamos, en esta especie de milagro de estar vivo, en esta especie de asombro increíble de que nosotros sorteamos, de una u otra forma, todas estas vallas increíbles, todas estas barreras increíbles.


Por otro lado, paralelamente a esto, también, una sensación sorprendente de que cada uno de nosotros es el producto de otra larga historia paralela, que es la historia de la solidaridad. De una u otra forma, dos seres en un día o en una noche inmemorial, pero que está, también, en el fondo de cada uno de nosotros, inició con un abrazo una cadena que no se detendría, que nada podría detener, y por eso nosotros también estamos acá, porque estar vivo significa la solidaridad de innumerables otros seres que también están vivos. Nadie puede vivir solo, nadie puede sobrevivir solo; el solo hecho de vivir significa que hay millones de millones, de millones de seres humanos que, calladamente, anónimamente, sin que nosotros ni siquiera nos diésemos cuenta, nos ayudaron a ser, precisamente, seres humanos y poder juntarnos, hoy día, en este auditorio de la Universidad de Tarapacá.


El solo hecho de que nos juntemos acá, a esta hora, en esta ciudad y en esta Universidad, en realidad representa un milagro casi imposible; las posibilidades de que nosotros fuésemos exactamente los que somos en este minuto, en este instante, eran demasiado remotas, era como un dado de mil millones de caras, de diez elevado a ocho, por lo menos, en el cual salió, exactamente, la única cara posible, que somos nosotros aquí, y no nosotros en un sentido general, sino que yo soy yo aquí, y no el poeta Fernando Pérez, y ustedes son ustedes; y, además, estamos juntos, lo que es increíble y era muy poco probable en esta cadena de sucesos dentro de nuestra cadena de catástrofes.


La Odisea inicia, así, un periplo. En realidad, su trama más o menos es conocida: Paris, un príncipe, rompiendo todas las reglas y las leyes de la hospitalidad, le roba su mujer a Menelao, rey de Esparta, y comienza la venganza para recuperar a Helena. Probablemente, nunca se ha llegado a grados mayores de expresividad, de emoción y de fuerza como los que esos poemas auguraron; de allí para adelante también nos caerá otro peso, desde que Helena de Troya, la mujer más bella de la tierra, hace su irrupción en este mundo, estaremos condenados a que sólo sea bello aquello que es capaz de traicionarnos, aquello que es capaz de abandonarnos, aquello que es capaz de destruirnos, y esa especie de marca fatal de la belleza es, también, otra parte de este corazón marcado de cruces, de este inmenso cementerio que es el corazón humano, donde ninguna marca falta, donde ninguna herida se ha olvidado, donde ninguna cicatriz se ha borrado. Entonces, llegamos a este mundo, a este siglo XXI, con una especie de experiencia en el sufrimiento, de experiencia en el dolor, gracias a que, paralelamente, se construyó otra historia, y esa otra historia es la historia de la salvación, de la solidaridad.


La poesía ha sido el intento más desgarrador, más sublime y más frustrado por construir, desde este lado de las palabras humanas, una piedad tal, una compasión tan grande que le preserve, a los seres humanos que vienen, de sufrir los horrores y las tragedias que esos mismos poemas debieron cantar y deben seguir cantando. Solamente, para que nunca más dos adolescentes, víctimas de la locura y de la demencia de una lucha absurda y estúpida, tengan que morir de amor, es porque se escribió Romeo y Julieta; sin embargo, el año 1992, sobre un puente en la ciudad de Sarajevo, una fotografía recorre todos los diarios del mundo y todos los noticiarios de televisión: es la fotografía de dos adolescentes abrazados sobre un puente a la salida de Sarajevo, de un musulmán y de una adolescente croata, que mueren abrazados mientras tratan de arrancar de la ciudad dividida en dos bandos, absolutamente irreconciliables, que se están matando unos con otros; esos dos adolescentes pertenecían, cada uno, a uno de esos bandos que estaban destrozándose, y quisieron huir, arrancar, salir de esto por amor, y fueron muertos por amor; fueron muertos por su amor en nombre del odio.


A los poetas de todas las épocas, de todos los tiempos, les ha correspondido el tremendo y terrible papel de seguir gritando amor, amor, amor, en un mundo donde lo único que pareciera prevalecer es el odio, y continuar gritando amor a costa de las ruinas de sus propias vidas; a costa de una infinidad de acumulación de escombros, de desechos, de cosas que se rompen, de pasiones inútiles. Cuatro siglos después de que se escribiera La Ilíada, por alguien que se llamó Homero, del que no se sabe nada, otro poeta que se llama Eurípides, escribió un drama, cuyo título es "Helena", y se va a referir a esta misma Helena de Troya, pero sucederá algo distinto, ahora. Cuando se sabe que Paris se va a robar, indefiniblemente, a Helena, un dios que no quería que esto sucediese, transformó a Helena en una sombra y a la verdadera Helena la escondió en Egipto. Entonces, cuando Paris se roba a Helena, en realidad no se roba a Helena, sino se roba a una sombra igual a Helena, lo que no era Helena. Cuando termina la guerra y, finalmente, los griegos entran en Troya, Menelao vuelve y se encuentra con Helena, y Helena, que ha sido restituida a su forma real y verdadera, le dice: "Yo nunca estuve en Troya, fue sólo mi sombra"; y Menelao le responde: "O sea que sólo por una sombra sufrimos tanto".


Vemos, nuevamente, esa especie de vértigo, casi de abismo, de hombres, seres humanos que se hacen pedazos, que se rompen, que se quiebran enteros, que se matan por ilusiones, por espejismos, por cosas que no son, por sueños; y vemos, nuevamente, que al poema le correspondió, también, nombrar la palabra amor, y decir amor, amor, amor, pero decirlo por sobre una cantidad infinita de ruinas, de ciudades hechas pedazos, de hombres rotos enteros, de corazones destrozados, y que las misma palabras, las palabras que empleamos, el lenguaje, está cansado de tener que nombrar tantas y tantas tragedias, y por eso, agoniza la lengua humana.


Este largo periplo, iniciado con el poema de La Ilíada, ¿está llegando a su fin?, no sabemos. En todo caso, los signos son oscuros, ¿cuáles serán las nuevas palabras y las nuevas lenguas que los hombres ensayarán?, porque éste se está acabando, está agonizando. La civilización de la escritura es la civilización de la violencia; escritura y violencia han estado profunda, íntima y fatalmente ligadas; entonces, lo increíble, lo que todavía puede marcar una especie de pálida señal de sobrevivencia, de espera, es que, contra todo, la palabra amor ha sobrevivido, aunque sea casi ya como un sonido hueco, y esa palabra, archiescrita, archimanoseada, trivializada, banalizada, estupidizada, con todo, ha sobrevivido:


Tanto sueño contigo, que pierdes tu realidad,

¿habrá tiempo, todavía, de alcanzar ese cuerpo vivo

y besar sobre esa boca el nacimiento de la voz que quiero?;

tanto sueño contigo, que mis brazos, habituados a cruzarse

sobre mi pecho, abrazan tu sombra,

tal vez ya no sabrían adaptarse al contorno de tu cuerpo,

y frente a la existencia real de aquello que me gobierna

y me obsesiona desde hace días y años,

seguramente me transformaré en sombra, balance sentimental.

Tanto sueño contigo, tanto hablé, caminé, anduve,

me tendí al lado de tu sombra y de tu fantasma,

que ya no me queda sino ser fantasma entre los fantasmas

y siempre ser más sombra que la sombra que siempre pasea,

alegremente, por el cuadrante solar de tu vida.

(Robert Desnos, poeta francés del siglo XX, nacido el año 1900, muerto el

año 1945 en los campos de concentración alemanes)


Lo abismante, lo absolutamente incomprensible, es que los mismos seres humanos que son capaces de construir o de concebir cosas con una belleza tal como la belleza de ese poema, sean, también, los mismos seres humanos que, al lado, quinientos metros más allá, están construyendo campos de exterminio, están arrojando bombas, están matando gente; es el mismo movimiento.


Este poeta francés, que junto a otros fue uno de los grandes protagonistas del movimiento surrealista, alcanzó a ser liberado de un campo de exterminio en Checoslovaquia y fue reconocido por un estudiante checo, que era un tipo adicto al surrealismo, y le encontró, entre los harapos a este hombre que ya era un esqueleto, un pequeño papelito con un poema escrito, entonces el hombre murió a las tres horas de ser liberado. El poema que le encontró decía:


Tanto sueño contigo,

que ya no me queda nada de ti,

sino ser fantasma entre los fantasmas,

sino ser sombra entre las sombras,

ser la sombra, esa sombra que se pasea,

y se paseará siempre, por tu vida llena de sol.


Lo único que hizo ese hombre, y por eso atravesó el horror humano, la noche humana, la crueldad humana, fue porque corrigió un poema de amor, lo acortó un poco, le quitó algunas palabras. Porque existen esas cosas, porque ese hombre resucitó por tres horas y se le apareció, literalmente, a un estudiante; y se le apareció de la misma forma impresionante y sorprendente con que, de ser cierto, María Magdalena pudo presenciar el hecho absolutamente inaudito, increíble, no probable, de que el ser que ella amaba, había resucitado. Este poeta francés sobrevivió a la noche humana para entregar un poema de amor. Desde ese momento, todos los que podemos leer o escuchar este poema, somos una vida llena de sol, y ese poema es la sombra que se pasea y se pasea siempre por nuestras vidas. Por el sólo hecho de estar vivos, nuestras vidas están llenas de sol, pero esas vidas están cruzadas por cientos y miles de sombras, de seres que no pudieron dejar otro testimonio, precisamente, que el de ser sombras de infinitas víctimas que no sobrevivieron, que no alcanzaron a tender la mano, que no alcanzaron a tener una mano que recogiera esa mano que se extendía.


Partiendo del hecho elemental de que todo ser humano, todo hombre y toda mujer vivos sobre la tierra, todos, incluso el más despreciable, incluso el más asesino, incluso Pinochet y el tipo de Alto Hospicio y el "Mamo" Contreras, incluso ellos, tienen derecho a exigir amor, todo ser humano pide amor por la simple razón, aunque no tenga absolutamente ningún mérito para exigirlo, de que se va a morir; y todo ser humano que pide amor, lo pide frente a la muerte, lo pide frente al hecho de que se está muriendo. Todo ser humano que dice: "Amame, abrázame", lo dice porque se está muriendo, y ese abrazo que pide es el gesto de su permanencia, es el gesto de su sobrevivencia.

En un poema absolutamente conmocionante, uno de los pocos poemas conmocionantes que este hombre escribió, me refiero a Borges, porque contra la creencia, Borges escribió muy pocos poemas conmocionantes, pero uno es éste, se llama "Con qué puedo abrazarte", y termina más o menos así:


Con qué puedo abrazarte,

te ofrezco estrechas calles, ocasos desesperados,

la luna de los suburbios carcomida;

te ofrezco noticias sobre ti misma,

auténticas y sorprendentes nuevas acerca de ti misma;

te ofrezco la lealtad de un hombre que nunca ha sido leal,

te ofrezco mi oscuridad, mi soledad,

el hambre de mi corazón;

estoy tratando de seducirte con el peligro,

con la incertidumbre, con la derrota.


Ese poema, de ese ser que habla en ese poema, es el ser que habla, en realidad, en todos los poemas; hombre, mujer que, realmente, en un momento dado, pide ser abrazado y pide que le den, al menos, la posibilidad de dar un abrazo. No tiene absolutamente nada que ofrecer, salvo su oscuridad, salvo su soledad, salvo el hambre de su corazón, salvo el peligro, salvo la incertidumbre, salvo la derrota y, sin embargo, eso ya es demasiado. Y ya es demasiado porque somos sobrevivientes y el poder ofrecer algo, aunque ese algo no sea más que nuestra propia miseria, ya es demasiado, ya es milagroso.


Por eso, esta historia humana, estos dos mil ochocientos años, son el escenario de pasiones infinitamente contrastadas, de derechos que se exigen desde el martirio, de abusos absolutamente injustificables, de sufrimientos innecesarios y, en todo caso, de una cosa que siempre hermanará a la muerte y al amor. Porque somos seres mortales, porque nos vamos a morir, por esa sola razón podemos pedir amor y pedimos amor. Si fuéramos inmortales, si no nos muriésemos nunca, no necesitaríamos del amor, porque tendríamos la infinidad del tiempo por delante para ser todos los otros seres del universo y hacernos uno con ellos; por el contrario, se dice que una vida sin amor es una muerte en vida.


La poesía tiene el curioso privilegio, y bastante aterrador, por lo demás, de habernos dicho, y para siempre, que el amor y la muerte son dos términos casi sinónimos, y que uno no puede existir sin el otro; y por eso los seres humanos inventaron esa increíble parábola de unir el sufrimiento con el amor infinito, que es la parábola de la cruz; y, por eso, inventaron, también, esa otra increíble parábola de que era posible atravesar la noche y emerger al día, solamente para que el ser que nos amaba pudiese ser testigo de nuestra existencia. Lo impresionante es que cada uno de nosotros, que todos los seres humanos sobre la tierra, atraviesan la noche y resucitan al nuevo día, y la poesía es el recordatorio de que esas grandes parábolas, la parábola de Cristo, o ese testimonio absolutamente impresionante e increíble de Robert Desnos, en realidad somos cada uno de nosotros mismos en cada uno de los instantes de nuestras vidas. Que todos los seres humanos, finalmente, van a dormir, un rato que sea; que todos, o casi todos, en algún momento dado de sus vidas, hablan solos, y en las noches ensayan diálogos increíbles donde las barreras de la muerte o de la distancia, dejan de ser obstáculos infranqueables, y que todos los seres humanos, incluso los más desesperados, se confiesan en las noches y se absuelven, al menos, hasta el próximo día, y que en el simple hecho de acostarnos y levantarnos todos los días, en ese simple y cotidiano hecho diario están contenidas todas las parábolas del universo, todas las religiones, todos los poemas, todas las etnias, todas las creencias, todas las filosofías que, precariamente, nos podamos haber inventado.


Del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras,

así de breve fue nuestro largo viaje,

pero ya no necesito los transbordos, de los asientos reservados,

de las trampas, de los oprobios de quien cree

que lo que vemos es la realidad;

del brazo tuyo he bajado por lo menos un millón de escaleras,

contigo las bajé, y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos,

sino porque sabía que de ambos, las únicas pupilas verdaderas,

aunque muy empañadas, eran las tuyas,

siempre será más verdadero mi amor que lo que yo vea.


También ése es un poema de entre guerras, de otro italiano, de dos tipos que arrancan y el tipo recuerda cómo arrancaba, los transbordos, los asientos reservados, las trampas, el temor de estar huyendo en una tierra ocupada, en una tierra enemiga. Y ya no está la otra persona, "así de breve fue nuestro largo viaje", pero ya pasó, ya no necesito esas cosas, "del brazo tuyo he bajado, por lo menos, un millón de escaleras, contigo las bajé, y no porque cuatro ojos puedan ver más que dos, sino porque sabía que de ambos, las únicas pupilas verdaderas, aunque muy empañadas, eran las tuyas".


Entre Homero y este poema; entre Homero y este poema de Desnos, entre Homero y este poema de Borges, surgió la patrística, los evangelios, las imágenes de la cruz, Platón, La Divina Comedia, Shakespeare, marcándonos un itinerario que es tanto una historia como un sultán, que es tanto un recorrido como un presente perpetuo. Cada vez que yo leo, cada vez que nosotros leemos, siempre ponemos el libro con lo que leemos delante de nuestros ojos; y por el solo hecho de existir un poema, aunque haya sido escrito tres mil años antes, como La Odisea o La Ilíada, y aunque ese poema sea el relato casi exclusivo de desgracias, de masacres y de catástrofes, por el sólo hecho de leerlo y ponerlo delante de nuestros ojos, no detrás, va a ser siempre una dimensión del porvenir, una dimensión de la esperanza, una dimensión del futuro. Nunca va a estar atrás, cada vez que lo leamos va a estar por delante de nosotros.


Al comienzo de La Odisea, en una asamblea de los dioses, Zeus dice la siguiente frase: "Oh, desdicha la de los mortales, echarnos la culpa a nosotros, los dioses, por sus desgracias, sin saber que son ellos mismos con sus locuras, los que se acarrean desgracias no decretadas por el destino; son ellos mismos, no nos echen la culpa a nosotros".


Repito la idea central, la poesía ha sido esa gran piedad que ha querido preservar a los seres humanos que vienen, de las desgracias que esos mismos poemas han debido narrar, contar y cantar. Siempre las desgracias parece que están por delante de nosotros, y siempre pareciera, también, que hay una nueva locura, una nueva demencia que romperá todas las providencias que tomemos y nos arroje, de nuevo, al abismo, al vacío, a la violencia y a la muerte. Pero, el solo hecho de que existan estos pequeños artefactos, estos pequeños objetos hechos con palabras que están a punto de morir, probablemente nos estén diciendo que, con todo, haya un nuevo comienzo, y que es posible que toda esta cantidad de poemas, de poetas, no sean sino el preludio, los que le están preparando el camino a un nuevo Homero que ha de venir, a un nuevo tipo impresionante, a un nuevo artista gigantesco, que por todos nosotros dé cuenta de esta época absolutamente demencial en la que estamos viviendo, y en la que nos correspondió vivir; y, al mismo tiempo, sea capaz, también, de inventarnos un nuevo comienzo.

Creo que, en resumen, es un poco eso: la ira, el amor y la poesía frente al siglo XXI.


ARICA, noviembre de 2001.


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