A
propósito de Cero Glamour de Markos Quisbert:
La
vida es una gran puesta en escena
(Quisbert, Markos. Cero Glamour. Poesía. Chile. La liga
de la Justicia Ediciones. 2011)
El medio es el mensaje, eso es justamente lo primero que veo al
internarme en las páginas de este libro, es lo primero que pienso cuando poco a
poco los fragmentados personajes que componen el escenario de la poética de Quisbert se despilfarran en un maniático
descalabro de imágenes y acciones y emociones y crímenes y carne y hedores en
secuencia de fotos, pues no es un misterio que en la vida las cosas aparezcan replicadas por su propia
escenificación y Cero Glamour, hace
hincapié en esta simulación que es algo así como un sinónimo del miedo
anda a saber tú a cuál de nuestros fantasmas posmos.
Markos Quisbert (San Marcos de Arica,
1981) utiliza un discurso
centrado en los detalles que disfruta una sociedad acostumbrada a la producción
en serie, a las sagas televisivas en horario prime, a los remake, a los clichés, a la multimedia, a la dictadura
de la santísima moda, al predominio del plasma y sus ochentamil pulgadas de
hiperrealidad, al discurso del SE, a
la idealización del sexo, en fin; a la reproducción de la reproducción, a la
hegemonía, al engaño. Como consecuencia de esto, la vida se nos sugiere en cada
poema como reproducción de un ideal agazapado en los massmedia, el mensaje como
una falsificación apetecible de nosotros y la virtualidad como experiencia
sublime. Se hacen evidentes los efectos execrables de desrealización producidos
por las tecnologías de comunicación que forman parte natural del instante, de
la nada sarteriana que se agudiza en la obra. Hipertrofia del lenguaje
fragmentado y desvirtuado de la imagen que se reitera en apariencias. El hablante, a ratos desde una distancia que
congela, nos confiesa que la realidad no es otra cosa que la simulación, la
cual secreta el mundo real como producto suyo, eso escucho cuando leo “Población Lautaro” o “Apnea” o “Pasen, es su Turno”. La performance angustiante del instante en el
tedioso transcurrir de la vida, la teatralización llevada al mero objeto y la
carne como evidencia de lo grotesco. Cito: “Un
hombre se revienta los genitales con una granada en la tv./ Todo es un truco,
como la mujer con la vagina llena de alambres y eso, chau….”. Ver y ser
vistos, esa parece ser la consigna en el juego translúcido de la frivolidad. No
obstante, los paisajes, digo los recodos, digo los lugares comunes que se
dibujan son prácticamente invisibles, personales, distópicos, patéticos, perversos,
minimalista; densos a ratos como la atmosfera de un sueño sucio, de una
suciedad que arde como herida en el secreto de la memoria, como una herida que
se incendia en el imaginario colectivo de una sociedad reprimida, acallada,
alienada en la teatralización de los días, en el licor de un realismo sucio, en
el sinsentido que como un narcótico nos regula, nos paraliza. Rincones digo,
cuartos atestados de mugre, llenos de desolación, eco de la ansiedad de ser ese
que se espera. Verse repetido por mil para tener plena certeza de la existencia;
la búsqueda de una aprobación, de una constatación mediocre que yace inexorablemente
en el otro. La búsqueda vacua del sentido. Como consecuencia de esto, los momentos
personales se presentan transformados en espectáculo. Ocurre algo así como la
desacralización de lo íntimo. Lo privado se hace público. La carne se hace visible ante
nuestros ojos como lo grotesco, como la imperfección, como la locura que
desacraliza. La carne surge como objeto del deseo. La carne se nos muestra como
lo que es, se nos muestra como eso, como una lascivia, con sus detalles y
defectos, se nos presenta como una obscenidad que distorsiona las ideas. La carne
se nos presenta como aquello que borra la distancia de la mirada, y eso es
aterrador pues, en nuestros tiempos la distancia nos permite el montaje. Digo, parafraseando
a Quisbert, eran dos hombres solitarios, un tipo sentado en la cama comiendo
pollo con papas fritas junto a otro que se masturba mientras miran un film
porno protagonizado por el inolvidable Ron Jeremy con su pene descomunal y un
apetito sexual que sólo puede compartir aquel ojo hiperbólico que se pega a la
pantalla para saborear el clítoris de las pixeladas porno star. Toda esa virtualidad del performance del sexo en
contraste con un montaje perverso, húmedo, insalubre al otro lado de la
pantalla, sucio y real como la carne. Son
lugares comunes en este itinerario grotesco que nos dibuja el autor, pero esta revelación es tal porque hay
ojos dispuestos al desvelo.
Markos
Quisbert nos entrega Cero Glamour, una obra que complace las
expectativas que su labor como escritor ha ido generando con el tiempo en los
círculos cada vez más “virtuales” de
la literatura. Nos llega esta obra a ratos ácida, a ratos agria, a ratos
violenta, a ratos tierna, hiperrealista
y post-histórica; nos llega este libro como un canto a la fragmentación del yo y
una elegía al anonimato y a su pobreza como cáncer, como trágico designio en
nuestra sociedad tecnificada. Markos
Quisbert nos encaja este libro cual canto a la carne como texto y a la
experiencia sexual, en todas sus dimensiones, como único instante de
autenticidad, en donde chocamos con nosotros mismos, con nuestros propios
cuerpos; con nuestros valores, conglomeración de nuestros sueños, falso
glamour, deseos, temores, sangre, carne y mitos; lugar en donde no hay más amor
que el propio ni instante más real y desolado que aquel en que nos encontramos cara
a cara con nuestras propias decisiones. O como nos sugiere el autor, hasta que
una voz en off nos diga:
--¡Corten!... se imprime..--.
mauro gatica salamanca